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“¿Estamos creando monstruos? La adolescencia, más allá de una serie de Netflix”, por Eduardo Riol Hernández

  
Tomado de pexels.com. Foto de “Mati Mango”


 (Advertencia de “spoilers”)

“¡Mis hijos no son monstruos! En todo caso, los del vecino…”                                                                        PADRE ANÓNIMO

Durante las últimas semanas la historia de Jamie Miller ha saltado de la ficción a nuestros hogares con tanto interés como alarma. Un chico de trece años que procede de una familia “normal” resulta ser el asesino de una compañera del instituto. Un muchacho de aspecto frágil y angelical, ha de ser un error.

No proviene de un hogar desestructurado, con padres maltratadores o negligentes, alcohólicos o adictos a otras drogas. Tampoco hay un historial previo de violencia en su entorno doméstico ni del propio chaval. ¿Cómo ha podido ocurrir?

Tal vez se nos olvida que pocos días antes del impacto de esta serie británica nos sacudió la noticia del estrangulamiento de una educadora social por parte de varios adolescentes que sí tenían antecedentes pero que también procedían de familias normativas, lo mismo que el chorreo de casos de agresiones y violaciones grupales que empiezan a ser algo habitual entre jóvenes menores de edad (últimos casos conocidos en Santander, Almendralejo…) Y estas son historias de la vida real y de aquí al lado.

¿Será verdad entonces que estamos creando -o criando- monstruos?

Seguramente no nos daremos por aludidos, como el padre anónimo de antes. La mayor parte del tiempo pensaremos en nuestros hijos e hijas como seres inocentes, si acaso víctimas potenciales, nunca verdugos. Y esto puede ser seguramente una parte del problema...

Pero si queremos poder responder con realismo a la pregunta en cuestión hay que matizar la dimensión del problema: a pesar de la frecuencia cada vez mayor de episodios de violencia grave, en un país como el nuestro, con cerca de veinte mil centros educativos y alrededor de nueve millones de estudiantes no universitarios, los hechos que nutren las noticias de sucesos y los que inspiran series como “Adolescencia” no son representativos de la mayoría de los niños y jóvenes escolarizados en España, sino de una mínima parte de ellos. Esto no supone negar ni quitarle importancia a estos casos, que ya son demasiados a partir del primero que se produce, sino la constatación de la magnitud real de este fenómeno en su manifestación más extrema.

(Una madre lectora suspira de alivio)

Acto seguido, sin embargo,  procede matizar lo antes matizado aseverando que otras violencias de intensidad baja o moderada sí están mucho más generalizadas y que estas pueden derivar eventualmente en las de índole más severa. Existen múltiples formas y grados de acoso dentro y fuera del ámbito escolar perpetrado a menudo por “compañeros” que pueden llegar a hacer mucho daño aunque no los identifiquemos como monstruos.

(La madre retira el suspiro)

Para mantener el propósito de hacer un diagnóstico más certero del tema es pertinente añadir que las causas de las diferentes manifestaciones de la violencia en edades tempranas, durante la niñez y la adolescencia, son numerosas y variadas; obedecen a una realidad compleja en la que interactúan muchos factores. Por tanto, aunque las redes sociales virtuales influyan en este fenómeno, atribuirles el origen poco menos que de casi todos los males de nuestro tiempo es una gran simplificación.

Cierto es que, según explica la catedrática de Psicología Evolutiva María José Díaz-Aguado en una entrevista de Ignacio Zafra publicada en El País el pasado 15 de diciembre, “(...) El ciberacoso, por un lado, reduce la posibilidad de que la víctima pueda escapar o encontrar un lugar seguro. Y al poder ser compartido rápidamente con más participantes, aumenta el riesgo de que el daño sea extenso y duradero. Desde el punto de vista de quienes acosan, además, hace más difícil que en el acoso presencial que empaticen con la víctima. Aumenta el riesgo de desconexión moral y la sensación de impunidad, lo que puede incrementar la crueldad de las agresiones (...)”. Así y todo, no perdamos de vista, que este factor no es el único que subyace a la violencia entre los jóvenes. Prohibir el uso de los dispositivos digitales y demonizar los medios tecnológicos no es la solución, hay que educar en su uso adecuado y supervisarlo.

Entre los factores que pueden ejercer igual o mayor influencia en la aparición, mantenimiento o agravamiento de comportamientos violentos, menciono algunos de los más significativos:

- La escasa o nula educación de los menores, dentro y fuera del ámbito doméstico, en el manejo de las emociones, en particular en el control de impulsos y la tolerancia a la frustración. En la serie de TV aludida, el pobre padre de Jamie quería ayudarle a superar sus decepciones mutuas llevándolo a entrenar boxeo (sin atraerle al chiquillo esa opción, aparentemente), con un resultado obviamente insatisfactorio. En el instituto, un personal desbordado oscilaba entre la coerción y la pasividad, sufriendo y contribuyendo a la vez a una situación caótica por momentos.

- El equívoco acerca de la naturaleza del estilo educativo democrático, que a veces degenera en permisivo o negligente. Estar pendientes de satisfacer las necesidades de los pequeños es compatible con ponerles límites que aprendan a respetar. Argumentar por ejemplo que no se debe decir nunca “NO” a un niño, porque se traumatiza, es una muestra de esa confusión.  

-  La falta de autoridad de los que deberían ser algunos de los referentes adultos más importantes de los menores (los propios padres; el profesorado; el personal sanitario; las fuerzas y cuerpos de seguridad, etc.), autoridad a veces deslegitimada por los mismos padres en presencia de los estudiantes: cuando un progenitor cuestiona o desautoriza al otro delante del hijo; cuando increpa o amenaza al tutor del menor por castigarle o ponerle mala nota...

- La pérdida de autoridad moral de algunos adultos presuntamente ejemplares, por sus comportamientos reprochables ante los menores o la ciudadanía en general: un religioso que abusa de sus fieles; un político que engaña y estafa a sus representados; un empresario que explota a sus trabajadores; un docente que se desentiende de alumnado víctima de maltrato o acoso (“porque es mejor que resuelvan sus problemas entre ellos”) o incluso participa activamente humillando en público a un estudiante “diferente”.

- La abundancia de modelos sociales que se muestran agresivos en un entorno cotidiano, recordemos los casos de padres y madres insultando y amenazando a árbitros y jugadores de fútbol menores de edad rivales de sus hijos desde las gradas, saltando al campo incluso, o atacando a otros padres...

- La obsesión por competir y compararse continuamente y la necesidad de recibir la aprobación del grupo de iguales a cualquier precio, hipertrofiada, justo es reconocerlo aquí, por el inmenso escaparate de las redes sociales digitales.

- La ausencia de una educación cívica y una educación sexual y socioafectiva que prevengan los efectos de la exposición prematura e indiscriminada al porno, las actitudes sexistas de los foros que abundan en internet y fuera, y los comportamientos discriminatorios en general.

- El miedo de los jóvenes a un futuro incierto (empleo precario, vivienda inaccesible, guerras y cambio climático, etc.) provoca también frustración y desánimo, acompañados regularmente de una ira mal controlada.

- La disponibilidad de sustancias adictivas con propiedades psicoactivas que reducen aún más el control de los impulsos,  la gestión de las emociones y alteran la percepción de la realidad; algunas de las cuales siguen siendo socialmente aceptadas (en según qué latitudes resulta graciosa la primera borrachera de un menor de edad).

Y podría seguir un rato enumerando claves que dan cuenta de por qué la violencia estalla a veces; no he aludido a los factores hormonales y los mecanismos biológicos de la agresividad, que también tienen su papel, ni al déficit creciente de descanso nocturno en los jóvenes, que suele correlacionar con el aumento de la labilidad emocional, la hipersensibilidad, la irritabilidad y la impulsividad. Pero no se trata de hacer aquí un ensayo de una extensión que daría para un libro, sino de detenernos un momento a reflexionar sobre un tema que nos preocupa sobremanera, para intentar entenderlo un poco mejor y tal vez poner de nuestra parte lo que esté en nuestra mano para mejorar la situación, quizá baste con no mirar para otro lado o echar la culpa al vecino...

Ya para ir concluyendo, imaginemos una chica o un chico cualquiera con la autoestima hundida, que sufre o siente el rechazo de los demás de forma continuada en el tiempo. Convengamos en que es carne de cañón para acabar haciéndose daño a sí mismo/a o a los otros. Y en un entorno donde la frustración se “resuelve” a menudo con agresividad, sin que las consecuencias estén claras (si eres menor eres inimputable; a veces la violencia se disculpa, o hasta se alienta y aplaude en determinados círculos y momentos), tenemos servida la tormenta perfecta. 

No pretendo dramatizar, esta no es una realidad nueva, la adolescencia siempre se ha caracterizado por ser una etapa de la vida relativamente turbulenta, pero también es una época en la que eclosiona el descubrimiento del amor, del placer, de la amistad, es un período donde todo se vive intensamente, también lo bueno...

Lisa Miller, la hermana de Jamie en la serie de Netflix, criada por los mismos padres, formada en el mismo instituto, es una joven educada y agradable, seguro que con sus crisis personales, sus errores y sus secretos, pero más estable emocionalmente en apariencia. Puede que ella hubiera logrado consolar a su hermano cuando Katie lo humilló en las redes, antes de ser apuñalada por aquel. Aconsejándole sobre cómo manejar la situación de otra manera con las chicas. Al mismo tiempo a Katie la podían haber ayudado cuando vulneraron su intimidad por internet, no compartiendo esas fotos de forma masiva, ni haciendo escarnio público de su persona... En fin, como soñar es gratis, no descartemos que otros Jaimies y Katies, que se encuentren ahora en medio de graves conflictos personales sí que logren encontrar salidas más pacíficas a estos con el apoyo de una sociedad más sensible y civilizada. Dejo para el siguiente artículo el abordaje de una serie de  pautas cuya adopción permitiría mejorar el panorama.

En eso estamos todas y todos profundamente concernidos si habéis mantenido el interés de leer este artículo hasta el final, entreverando algún que otro suspiro entre párrafo y párrafo.

"Futurofobia. Ensayo, fábula y delirio". Por Eduardo Riol Hernández



Imagen del cuadro "El Grito", de Edvard Münch


Se acerca el final...

— ¿El Apocalipsis?

­­ — ¡El final del otoño!

*   *   *

“Winter is coming…” (Se avecina el invierno)

— ¡Qué bien que llega la nieve, podremos jugar con los trineos!

—¡Ay, Dios, muchas personas sin hogar morirán de hipotermia!

— ¡Jon Snow nos salvará, con permiso de la reina dragón!

*   *   *

No, no os estoy tomando el pelo. Solo que he querido empezar de un modo diferente -un tanto frívolo, lo reconozco- otro artículo más donde nuestros miedos acaparan el protagonismo. Me tentaba abordar el asunto con una pizca de humor friki, con guiño incluido a quienes seguíais como yo la serie “Juego de Tronos”. Así restamos cierto dramatismo al tema, más después de ilustrarlo con una imagen tan impactante como la del famoso cuadro “El Grito”, de mi tocayo Edvard Münch.

El título, la imagen y la introducción de esta nueva entrega despistan bastante, pero enseguida vamos a ver que están relacionados.

He tomado prestado el término “futurofobia”, un neologismo que da nombre a un interesante y oportuno libro del periodista y escritor Héctor García Barnés, para referirme en parte a lo que el autor define como “sustituir la ilusión por el pesimismo”, solo que poniendo en mi caso mayor énfasis en el temor a lo que está por venir en un mundo sin porvenir, valga el juego de palabras.

El cuadro de Münch se presta a muchas interpretaciones. Se dice que quien grita es la Naturaleza, no el hombre del primer plano, que en realidad se tapa los oídos o se echa las manos a la cabeza ante un estruendo ensordecedor. Pero,  ¿por qué gritan la una, el otro, o ambos? De alegría no parece. El paisaje sugiere un torrente, un abismo o un torbellino amenazante con un horizonte en llamas al fondo; el hombre huye angustiado por esa pasarela por donde desfilan otras siluetas con gesto impasible. El grito, los gritos, pueden ser de pánico o desesperación, de rabia o de dolor, o tal vez de todo eso junto.

Y volvemos al miedo al futuro, frente a peligros anunciados o inciertos. Un futuro que ya está presente porque ya está sucediendo o porque lo anticipamos. Un futuro que ya sufrimos en sus diversas manifestaciones, como la llamada eco-ansiedad, ante los malos augurios del cambio climático y la ocurrencia de desastres “naturales” cada vez más frecuentes y extendidos; o la creciente inquietud derivada del convulso panorama de polarización, extremismo y violencia en todos los órdenes de la vida (moral, social, económico y político) a escala internacional.

No es de extrañar, pues, que jóvenes y mayores coincidan a menudo en el rechazo a enterarse de lo que pasa, que eviten en lo posible saturarse de malas noticias que nutren la actualidad. Sin olvidar que abunda la desinformación, los bulos que deforman, exageran o se inventan directamente una “realidad” alternativa, que nos crispa y amedrenta aún más. Otros por el contrario se convierten en consumidores compulsivos de noticias o pseudo-noticias de catástrofes varias. Terminamos pensando que todo está mal y aún puede empeorar.

Y si descendemos al plano de la vida cotidiana y concreta de cada cual y ponemos el foco en las jóvenes generaciones que han vivido una relativa abundancia y de pronto se ven abocadas a una reducción drástica de su poder adquisitivo, presenciamos el drama de una juventud frustrada,  obligada a permanecer indefinidamente en casa de sus padres o  a compartir piso de alquiler como estudiantes talluditos, sin poder emanciparse aunque trabajen, dada la precariedad del empleo y la situación cercana a la pobreza de no pocos asalariados y autónomos, ante el desfase entre los ingresos y el coste de la vida. ¿A quién le quedan ganas de formar una familia en estas circunstancias?

*   *   *

— “¡Me estoy rayaaaandoooo!!!”, protesta una joven graduada en paro mientras lee.

— Perdona, la he fastidiado. Mi intención era hacer un relato desenfadado del asunto.

— ¡¿Con el dichoso cuadro ese encabezando el artículo?!

— No te falta razón. Lo peor es que he acabado convirtiéndome en otro agorero de turno, y podría seguir aventurando desgracias sin esforzarme demasiado.

—¡Socorroooo! ¿Dónde está Jon Nieve?

*   *   *

 Pero no caigamos en el error de pensar que esto es nuevo de ahora, en mayor o menor medida ha ocurrido siempre. La impresión de que la Humanidad va a la deriva y de que mil terribles amenazas se ciernen sobre el planeta no es una novedad. Recuerdo sin ir más lejos aquella pintada de mayo del 68 que hoy diríamos se hizo viral: “Dios ha muerto, Marx ha muerto y yo me estoy poniendo muy malito” (versión libre de un grafitero gaditano).

Imaginemos cómo se sentirían los polacos buena parte del siglo XX, invadidos primero por los nazis y luego por los soviéticos, o el conjunto de Europa en el período pre- post- y entre guerras mundiales. ¿Y los humanos que sufrieron terribles epidemias, hambrunas, cataclismos y alguna que otra glaciación, siglos o milenios atrás? ¿Cuántas veces pensarían que aquello era la antesala del fin del mundo?… La Historia está trufada de momentos críticos para la Humanidad a los que esta ha sobrevivido. Tal vez nuestro mayor problema es que podríamos llegar a morir de “éxito”: ¡hemos superado la cifra de ocho mil millones de habitantes!

Sin embargo, los avances de la ciencia y la tecnología, bien empleados, y el fomento de una conciencia moral enfocada al bien colectivo a medio y largo plazo, aún pueden librarnos de una virtual desaparición o de vernos condenados a sobrevivir a duras penas en un escenario distópico. Muchos no tardaremos en respondernos que el ser humano no escarmienta, persevera en sus errores y cada vez tiene más capacidad de autodestrucción, que la razón es débil frente a la ceguera de la avaricia y el egoísmo sin freno. La réplica, sin embargo, llega también pronto: destacados pensadores señalan que un análisis detenido del acontecer humano refleja claramente el progreso imparable que ha tenido lugar en los últimos siglos.

El debate está servido. ¿Ha desaparecido la esclavitud, por ejemplo? Según se mire, hay reductos de diferentes formas de esclavitud diseminados por el orbe, la trata de personas, la explotación laboral…Pero hoy día son mayormente fenómenos residuales y perseguidos. No son hechos generalizados, no los permite la ley ni los aprueba la moral como siglos atrás. Ciertamente a toda reflexión de esta índole se le pueden contraponer matices y excepciones. La diferencia es que en la actualidad los hechos más abominables son eso, excepciones, antes eran la norma.

Ese pobre hombre del cuadro de Münch teme más la indiferencia de sus semejantes, que pasean ajenos al drama que les rodea, que a la amenaza que se fragua a su alrededor.

El impulso de una educación moral inspirada en una ética universal que trascienda ideologías y religiones particulares es un propósito muy ambicioso, algunos pensarán que utópico, pero no debemos renunciar a él.

*   *   *

EPÍLOGO

A lo lejos se oye redoblar los tambores, se intuye el ruido de sables entrechocando… El fogonazo de un dragón cabreado ha dejado calvo y chamuscado al pobre hombrecillo que se desgañita tratando de escapar del cuadro de Münch.

Mientras, un cansino y trasnochado escritor de blogs adormece a sus lectores con un soporífero discurso…

 ¡Un momento, algo ha cambiado! Jon Snow y la Khaleessi han dejado de batirse en un duelo absurdo y letal y se dirigen cogiditos de la mano a la Escuela de Líderes Por la Paz Mundial, fundada por un tal Mahatma Gandhi.

¡Qué alivio, una vez más salvados por la campana!!!

*   *   *

Definitivamente, al autor de estas líneas se le va un poco la pinza de cuando en cuando...

¡Amén!

 

 


"Las cosquillas de la bruja", por Eduardo Riol Hernández

 

Foto de Pedro Dias. Tomado de Pexels.Com

El pequeño de cuatro años trata de dormir a pesar del intenso calor de esa noche de primeros de junio, que anuncia la llegada inminente del verano. Está acostado en la cama de su abuela, por hallarse en la habitación relativamente más fresca de la casa y estar la buena señora pasando unos días en el pueblo. Pero extraña su propia cama y no para de dar vueltas y vueltas aferrado a la sábana -puede más el miedo que el bochorno- hasta que por fin logra adormilarse.

En algún momento de ese sueño agitado el niño despierta con una sensación de angustia: él suele dormir de lado y está notando unas inquietantes cosquillas en la axila más elevada, unas cosquillas recurrentes que se desplazan hacia la tetilla próxima, pero teme moverse y demostrar que está despierto. Tampoco se atreve a abrir los ojos, anticipando el horror de enfrentarse a lo que intuye provoca esas cosquillas, ¡una bruja que le roza la piel con sus largas uñas!...

Una sucesión de gotitas de sudor resbala incesante por el pecho del pequeño, impidiendo que su terrorífica pesadilla cese.

*     *     *

El miedo es una constante en nuestra existencia. Hay miedos atávicos, miedos irracionales, fobias; hay miedo al miedo, análogo de la ansiedad. El miedo paralizante nos impide actuar y nos roba oportunidades de vivir experiencias enriquecedoras. El miedo cerval nos impulsa a la ciega huida o a la violencia atroz. Por tratar de evitar el dolor y el sufrimiento extremos llegamos a perder el juicio.

Sin embargo, el miedo es necesario en nuestras vidas. Un miedo racional y controlado nos hace estar alerta, prever amenazas, esquivar peligros, nos hace ser más prudentes. ¿Por qué no aceptamos entonces que hemos de convivir con el miedo, familiarizarnos con él, y hacerlo nuestro aliado en la medida de lo posible?

*     *     *

Muchos veranos sofocantes y muchas pesadillas después, ese niño, ya adolescente, descubrió la verdadera naturaleza de la temible bruja. Una de esas noches en las que el sudor le produjo el mismo cosquilleo estando entre el sueño y la vigilia, evocó repentinamente aquella pretérita sensación de terror, pero esta vez un residuo de conciencia le permitió identificar el origen de esas “cosquillas”, produciendo en él una amalgama de sentimientos encontrados: alivio, rabia, satisfacción, vergüenza…

*     *     *

A ese niño o esa niña cuyos miedos crecen a la par que su conciencia del mundo y su imaginación le podemos ayudar enseñándole a manejar sus miedos con paciencia y comprensión, sin burlas ni humillaciones. Mostrándole el modo de tolerarlo como un acompañante molesto e inevitable al que podemos domesticar.

Equiparar el valor a la ausencia de miedo es un desatino: se es valiente justo cuando logramos afrontar ese miedo omnipresente sin renunciar a hacer lo que creemos que debemos hacer o lo que simplemente deseamos hacer.

Y combatir el miedo con más imaginación y con humor suele ayudar. Antes de saber que la bruja de nuestra historia era una secreción corporal producto del calor, antes por tanto de encontrar una explicación lógica tranquilizadora a un fenómeno que interpretábamos como un acto de magia negra, la mente infantil puede vencer a la bruja aprendiendo a tomar las riendas del sueño y cortándole las uñas o jugando al truco o trato con ella.

 


"¡Salta conmigo!", por Eduardo Riol Hernández

 

Tomado de pexels.com. Foto de Karolina Grabowska

Se puede saltar de alegría por una buena noticia. Se puede saltar jugando, para divertirse o para competir. Se puede saltar bailando al ritmo de tu grupo favorito. Pero también se puede saltar de miedo cuando te dan un susto, o para apartarte de algo que te da asco. Incluso se puede saltar al vacío, huyendo de un fuego pavoroso que te rodea, o por la desesperación de no ver otra salida a un sufrimiento que te resulta insoportable; tal vez por la pérdida de un ser querido o una ruptura sentimental que no se logra superar, por el rechazo de la gente que te importa, por sentir que no vales nada, que vivir así no merece la pena…

Yo solo te pido que antes de dar ese último salto irreversible me des la mano y te vengas a saltar conmigo un rato en esa cama elástica de la niñez donde puedas volver a reír a carcajadas, ajeno a la crueldad, la injusticia y la miseria que aguardan a la vuelta de la esquina, en el patio del colegio o en la soledad de tu cuarto.

Después, ya que estamos, iremos a saltar en la pista de baile de aquella concurrida discoteca o a las fiestas del barrio, sin temor al ridículo, alentados por esa música tan animada que por unos instantes casi te devuelven las ganas de vivir.  Aquí y ahora te duele menos ser invisible para otros o sufrir sus desprecios y humillaciones. Te das cuenta de que en realidad no les necesitas para estar a gusto. Y te preguntas, sin mucha convicción pero con un atisbo de esperanza, si la vida aún te reserva, también a ti, oportunidades de disfrutar.

Al acabar el día, sin embargo, regresan las dudas y los temores, te convences de que durante las horas anteriores has sido víctima de un espejismo. La angustia de otra noche solitaria te asfixia y quieres escapar. Te asomas a la terraza del salón, calibrando si la altura es suficiente para acabar de una vez con todo. De pronto, los reflejos de unos charcos en la calle te hacen guiños y te despistas por un momento de tu cometido: valorar la mortalidad potencial del salto. El caso es que no te queda claro, será mejor subir a la azotea, y te encaminas descalzo a la escalera. Entonces ves en un rincón de la entradita unas botas de agua de colores vivos, son de tu talla. Qué extraño, no recuerdas tener unas así desde el final de la Primaria.

Un impulso te hace cambiar de planes: en un suspiro te encuentras en la calle, saltando de charco en charco y dando gritos de júbilo que despiertan a los vecinos mayores, perplejos al ver un joven en pijama con aspecto de haberle tocado la lotería. Yo no te he podido acompañar aún, porque te espero en el futuro, soy tú pero algo más viejo, atiendo el Teléfono de la Esperanza como voluntario en mis ratos libres, si tú decides que la azotea puede esperar…

 

“Deporte de competición en la infancia: preparación para la vida o maltrato (2ª parte)”, por Eduardo Riol Hernández

 

Foto de Yan Krukov. Pexels.com


Si nos centramos ahora en el deporte de base, varias reflexiones que suscitaron el mundo del deporte profesional y de élite en el artículo anterior son extrapolables aquí. Y es que también se producen anomalías en el nivel inicial. Hay casos de niños y jóvenes que se sienten presionados o maltratados en algún momento de su experiencia deportiva.

Lo que a tan corta edad empieza siendo una actividad extraescolar de esparcimiento y poco más, a veces se acaba convirtiendo en una fuente de estrés intolerable, en una actividad de competición a ultranza donde solo vale ganar; aunque conlleve un coste de sufrimiento e infelicidad del/la joven deportista.

Cuando la educación física y la promoción de la salud, que deberían ser nuestro principal móvil para seguir animando a chicos y chicas a hacer deporte, quedan en un segundo plano muy por detrás del prurito de acumular éxitos y victorias, empiezan los problemas. Cuántas familias, monitores, entrenadores conocemos que paulatinamente se van transformando en agresivos “managers” de sus hijos.

Las claves para evitar que esto llegue a suceder se resumen en:

-        Tener siempre presentes las metas, los valores primordiales que subyacen a la práctica saludable del deporte y el ejercicio físico, especialmente en edades tempranas y el deporte de base: contribuir a la socialización a través del juego; fomentar la salud física y mental de las personas en su desarrollo corporal, cognitivo y socioafectivo.

-        Primar valores como el afán de superación, la cooperación y el altruismo, incluso en escenarios de competición, sobre otras consideraciones.

Es importante insistir aquí en que dichos valores han de adaptarse a la edad y características personales del/la joven deportista. En una primera etapa, cuando se inicia la práctica del deporte como actividad universal al alcance de todas las personas, debemos entender que no todo el mundo tiene el mismo talento, potencial o interés por alcanzar la excelencia a través de dichas prácticas.

Desde otra perspectiva que no me parece incompatible, hay padres y educadores que consideran que ejercitarse en un deporte con un elevado grado de exigencia, ayuda a contrarrestar la baja tolerancia a la frustración y la falta de autocontrol de que adolecen muchos niños y jóvenes de nuestro tiempo.

Lo mismo se podría decir de la oportunidad de contrarrestar la sobreprotección a que hemos sometido a muchos de ellos, que dificulta el afrontamiento de situaciones de un estrés moderado.

En este sentido existe también el peligro de consentir que nuestros hijos abandonen cada actividad que emprenden al poco de iniciarla, por capricho o por no sobreponerse al mínimo contratiempo. Pero no es menos cierto que a veces los adultos nos empeñamos en que los niños se mantengan perseverantes solo porque nosotros mismos hubiéramos querido tener esa oportunidad en nuestra infancia, o porque tenemos unas expectativas desmedidas sobre el potencial de nuestros hijos.

Claro que la disciplina y la exigencia en la práctica del deporte y el ejercicio físico son beneficiosos en la formación y el desarrollo de nuestros hijos e hijas, pero siempre que se observen las recomendaciones de graduarlas y adaptarlas proporcionalmente a la edad, condiciones y circunstancias de los pequeños y los/las jóvenes; que se escuchen sus deseos y demandas, a la vez que el consejo de personas expertas, a la hora de decidir sobre su presente y su futuro a este respecto.

Si no calibramos bien el grado de presión que pueden soportar nuestros hijos; si no respetamos los límites tolerables teniendo en cuenta sus intereses y necesidades además de su potencial, estaremos vulnerando su derecho a disfrutar de una infancia y adolescencia felices, y amenazando seriamente su salud física y mental.

“Deporte de competición en la infancia: preparación para la vida o maltrato (1ª parte)”, por Eduardo Riol Hernández.

 

           
   Foto de Tima Miroshnichenko. Pexels.com

Este verano han tenido lugar los Juegos Olímpicos y Paralímpicos de Tokio 2020. Se trata del mayor evento que ensalza la excelencia en la competición a escala planetaria. Han sido unos juegos extraños y heroicos, marcados por la pandemia y por la toma de conciencia de la importancia de preservar la salud mental de las personas participantes. Noticias como la retirada momentánea de alguien tan mediático como la gimnasta estadounidense Simone Biles, o la de tenistas como Naomi Osaka en el grand-slam de tenis de Roland Garros, unos meses atrás, por similares razones -de tipo psicológico-, dieron pie a una retahíla de declaraciones públicas en el mismo sentido por parte de deportistas procedentes de muy variadas disciplinas y otras personalidades vinculadas al mundo del deporte.

        

Estos hechos me han traído a la memoria un reportaje que vi hace bastantes años en televisión sobre la trayectoria deportiva y personal de la tenista aragonesa Conchita Martínez. En aquel entonces me impactó el relato de una joven traumatizada por un entorno de exigencia desmedida que convirtió su vida en un infierno durante aquella etapa. Felizmente, hoy es una mujer adulta con una carrera de éxito que entrena a otros jóvenes deportistas. Me gustaría conocer su punto de vista, como experta y veterana, de lo que sucede en la alta competición en materia de salud mental. Podría contribuir a orientar a las familias y al personal técnico encargado de su preparación, a fin de prevenir y tratar los problemas emocionales que suelen sufrir muchas de estas jóvenes desde su infancia. Posiblemente nos ayudaría a dilucidar si en demasiadas ocasiones se ha podido someter a niños y adolescentes con talento a una presión excesiva en pro de un esperado “éxito”, traducido en forma de victorias, récords y premios. Si se han antepuesto otros intereses -como los económicos, el orgullo del club o territorio representado, etc.- al desarrollo personal sano y equilibrado de atletas y jugadores.

Desde mi punto de vista, el exceso de rigor en los entrenamientos y el control e implantación de determinados hábitos de vida que se exigen a muchos desde temprana edad pueden convertirse en una forma de maltrato.

Si se juzga exagerada mi argumentación, pensemos en los casos que se repiten en el mundo de la gimnasia artística, por ejemplo, o fuera del ámbito estrictamente deportivo, en el ballet clásico, o el ajedrez. Hasta qué punto se llega a veces a forzar los pequeños cuerpos y mentes de criaturas que pueden ver en riesgo incluso su crecimiento y la morfología corporal adecuada, su desarrollo socioafectivo…

No se cuestiona aquí la conveniencia de fomentar en los jóvenes el espíritu de sacrificio, o de inculcarles el valor del esfuerzo. Solo pretendo subrayar la relevancia de hacerlo en su justa medida y adaptado a la edad y circunstancias de cada deportista. Si el adiestramiento en cualquier disciplina no se lleva a cabo de un modo progresivo y dentro de unos límites, se corre el peligro de terminar infligiendo una  tortura en toda regla.

(Continúa en la 2º parte)