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"Tormentas de verano", por Eduardo Riol Hernández

Fotografía de Reychel Sanner (fuente: pexels.com)


 Se podría decir que las vacaciones “las carga el diablo”. Y es que nos las prometemos muy felices haciendo planes para disfrutar de un merecido descanso y de la compañía de nuestros seres queridos, y luego a menudo nuestras expectativas se frustran y entramos en crisis que no pocas veces conducen a una ruptura, o algo peor.

Las crisis pueden ser pasajeras como una tormenta estival, pero suelen dejar daños irreparables después, un árbol quemado por la caída de un rayo, o hasta un bosque calcinado por la propagación del incendio. Otras veces la tierra mojada tras el temporal refresca el ambiente, como las reconciliaciones que, al menos de momento, ponen fin a los conflictos.

Una pareja con hijos, que se queja de la falta de tiempo para compartir todos juntos, se da cuenta de que no está preparada para esa convivencia intensiva sin tirarse de los pelos. El fuerte calor tampoco ayuda, nos vuelve más irritables y apáticos. Dormimos peor, le damos más vueltas a las cosas; muchos factores -en suma- que propician roces más frecuentes y exacerbados.

En ocasiones se llega a la violencia verbal, física y psicológica que se traduce en maltrato e incluso en crímenes, en los casos más extremos. Las reyertas en general, y la violencia de género en particular, aumentan sensiblemente durante el verano. Los prejuicios sexistas que aún emponzoñan las relaciones, la falta de inteligencia emocional en situaciones de convivencia más exigentes -o simplemente- diferentes, y la guinda del estrés térmico que nos agota y nos saca de quicio, son una mala combinación.

Las crisis con peor pronóstico son aquellas que se acumulan a otras más antiguas, aparcadas pero no resueltas. El malestar y la insatisfacción latente y cronificada se añaden al conflicto estacional que puede detonar esa carga explosiva con el temporizador reactivado. Si el contexto en el que nos encontramos se parece más a este último, lo más probable es que colapsemos antes o después. Debemos prepararnos, por tanto, para tratar de salvar los muebles permitiendo una explosión controlada, que reduzca la onda expansiva.

Aunque tal vez exista una última oportunidad de reconducir la crisis y superarla buscando consejo profesional. Si fuera ya demasiado tarde, lo suyo sería prestarse a una negociación civilizada que contribuya a un contexto post-ruptura lo más pacífico y amistoso posible, especialmente si se tienen hijos en común. Aspirar a regular los términos de la separación de mutuo acuerdo debería ser nuestra prioridad. Esto se favorece participando voluntariamente en un proceso de mediación familiar cuando la pareja por sí sola no se ve capaz de lograrlo.

Afortunadamente, existen abundantes casos en que las crisis son puntuales y se superan con un desenlace más feliz, aprendiendo a vencer los conflictos afrontándolos (no eludiéndolos al precio de seguir juntos pero amargados y resignados), y negociando soluciones que favorezcan una mejora real y duradera de la relación.

En todo caso, es mejor prevenir el deterioro de la convivencia -sea o no puntual- en estos períodos de mayor presencia y contacto. A tal fin puede ser de utilidad seguir algunos consejos:

-          Planificar las vacaciones entre todos, sin imposiciones unilaterales por parte de nadie y teniendo en cuenta las circunstancias (disponibilidad de tiempo y presupuesto, entre otros condicionantes).

-          Moderar las expectativas de disfrute vacacional para no frustrarse si no se cumplen. A este respecto es importante no culpar a otros de los imprevistos que den al traste con parte de nuestros planes, ni pagarla con los demás. Ser flexible y adaptarse a cómo vienen las cosas cuando no dependen de nuestra voluntad es, aquí como en tantas otras situaciones, de una importancia vital.

-          Adoptar una actitud de colaboración durante los preparativos, la estancia y el regreso. Si estamos de vacaciones, lo estamos todos, hay que compartir las tareas para que nadie se quede sin disfrutar y descansar.

-          Evitar en lo posible exponernos a los rigores del calor; mantener una hidratación adecuada y ajustar la actividad a la humedad y la temperatura ambiente nos salvarán de algún susto de salud y del distrés emocional.

-          Compartir experiencias gratificantes, a veces más para unos que para otros (en esos casos habrá que encontrar un equilibrio que satisfaga a la mayoría), tan sencillas pero efectivas como participar en actividades lúdicas y recreativas al aire libre, explorar sitios con encanto, a veces simplemente por ser diferentes a los habituales, no necesariamente por su espectacularidad. Y si no podemos viajar este año porque la economía no lo permite, siempre podemos disfrutar de pequeños placeres similares a los que he mencionado, pero más cerca de casa. Alguna escapada o excursión; dormir más, leer, escuchar música, pasear, meditar...

Al final, disponer de más tiempo libre durante unos días es ya un lujo que no tiene precio, aprovechémoslo sabiendo valorar el privilegio que supone poder compartirlo con la familia y los amigos. Porque, como es bien sabido, después de la tempestad llega la calma, siempre que no seamos nosotros quienes persigamos el mal tiempo.


"Futurofobia. Ensayo, fábula y delirio". Por Eduardo Riol Hernández



Imagen del cuadro "El Grito", de Edvard Münch


Se acerca el final...

— ¿El Apocalipsis?

­­ — ¡El final del otoño!

*   *   *

“Winter is coming…” (Se avecina el invierno)

— ¡Qué bien que llega la nieve, podremos jugar con los trineos!

—¡Ay, Dios, muchas personas sin hogar morirán de hipotermia!

— ¡Jon Snow nos salvará, con permiso de la reina dragón!

*   *   *

No, no os estoy tomando el pelo. Solo que he querido empezar de un modo diferente -un tanto frívolo, lo reconozco- otro artículo más donde nuestros miedos acaparan el protagonismo. Me tentaba abordar el asunto con una pizca de humor friki, con guiño incluido a quienes seguíais como yo la serie “Juego de Tronos”. Así restamos cierto dramatismo al tema, más después de ilustrarlo con una imagen tan impactante como la del famoso cuadro “El Grito”, de mi tocayo Edvard Münch.

El título, la imagen y la introducción de esta nueva entrega despistan bastante, pero enseguida vamos a ver que están relacionados.

He tomado prestado el término “futurofobia”, un neologismo que da nombre a un interesante y oportuno libro del periodista y escritor Héctor García Barnés, para referirme en parte a lo que el autor define como “sustituir la ilusión por el pesimismo”, solo que poniendo en mi caso mayor énfasis en el temor a lo que está por venir en un mundo sin porvenir, valga el juego de palabras.

El cuadro de Münch se presta a muchas interpretaciones. Se dice que quien grita es la Naturaleza, no el hombre del primer plano, que en realidad se tapa los oídos o se echa las manos a la cabeza ante un estruendo ensordecedor. Pero,  ¿por qué gritan la una, el otro, o ambos? De alegría no parece. El paisaje sugiere un torrente, un abismo o un torbellino amenazante con un horizonte en llamas al fondo; el hombre huye angustiado por esa pasarela por donde desfilan otras siluetas con gesto impasible. El grito, los gritos, pueden ser de pánico o desesperación, de rabia o de dolor, o tal vez de todo eso junto.

Y volvemos al miedo al futuro, frente a peligros anunciados o inciertos. Un futuro que ya está presente porque ya está sucediendo o porque lo anticipamos. Un futuro que ya sufrimos en sus diversas manifestaciones, como la llamada eco-ansiedad, ante los malos augurios del cambio climático y la ocurrencia de desastres “naturales” cada vez más frecuentes y extendidos; o la creciente inquietud derivada del convulso panorama de polarización, extremismo y violencia en todos los órdenes de la vida (moral, social, económico y político) a escala internacional.

No es de extrañar, pues, que jóvenes y mayores coincidan a menudo en el rechazo a enterarse de lo que pasa, que eviten en lo posible saturarse de malas noticias que nutren la actualidad. Sin olvidar que abunda la desinformación, los bulos que deforman, exageran o se inventan directamente una “realidad” alternativa, que nos crispa y amedrenta aún más. Otros por el contrario se convierten en consumidores compulsivos de noticias o pseudo-noticias de catástrofes varias. Terminamos pensando que todo está mal y aún puede empeorar.

Y si descendemos al plano de la vida cotidiana y concreta de cada cual y ponemos el foco en las jóvenes generaciones que han vivido una relativa abundancia y de pronto se ven abocadas a una reducción drástica de su poder adquisitivo, presenciamos el drama de una juventud frustrada,  obligada a permanecer indefinidamente en casa de sus padres o  a compartir piso de alquiler como estudiantes talluditos, sin poder emanciparse aunque trabajen, dada la precariedad del empleo y la situación cercana a la pobreza de no pocos asalariados y autónomos, ante el desfase entre los ingresos y el coste de la vida. ¿A quién le quedan ganas de formar una familia en estas circunstancias?

*   *   *

— “¡Me estoy rayaaaandoooo!!!”, protesta una joven graduada en paro mientras lee.

— Perdona, la he fastidiado. Mi intención era hacer un relato desenfadado del asunto.

— ¡¿Con el dichoso cuadro ese encabezando el artículo?!

— No te falta razón. Lo peor es que he acabado convirtiéndome en otro agorero de turno, y podría seguir aventurando desgracias sin esforzarme demasiado.

—¡Socorroooo! ¿Dónde está Jon Nieve?

*   *   *

 Pero no caigamos en el error de pensar que esto es nuevo de ahora, en mayor o menor medida ha ocurrido siempre. La impresión de que la Humanidad va a la deriva y de que mil terribles amenazas se ciernen sobre el planeta no es una novedad. Recuerdo sin ir más lejos aquella pintada de mayo del 68 que hoy diríamos se hizo viral: “Dios ha muerto, Marx ha muerto y yo me estoy poniendo muy malito” (versión libre de un grafitero gaditano).

Imaginemos cómo se sentirían los polacos buena parte del siglo XX, invadidos primero por los nazis y luego por los soviéticos, o el conjunto de Europa en el período pre- post- y entre guerras mundiales. ¿Y los humanos que sufrieron terribles epidemias, hambrunas, cataclismos y alguna que otra glaciación, siglos o milenios atrás? ¿Cuántas veces pensarían que aquello era la antesala del fin del mundo?… La Historia está trufada de momentos críticos para la Humanidad a los que esta ha sobrevivido. Tal vez nuestro mayor problema es que podríamos llegar a morir de “éxito”: ¡hemos superado la cifra de ocho mil millones de habitantes!

Sin embargo, los avances de la ciencia y la tecnología, bien empleados, y el fomento de una conciencia moral enfocada al bien colectivo a medio y largo plazo, aún pueden librarnos de una virtual desaparición o de vernos condenados a sobrevivir a duras penas en un escenario distópico. Muchos no tardaremos en respondernos que el ser humano no escarmienta, persevera en sus errores y cada vez tiene más capacidad de autodestrucción, que la razón es débil frente a la ceguera de la avaricia y el egoísmo sin freno. La réplica, sin embargo, llega también pronto: destacados pensadores señalan que un análisis detenido del acontecer humano refleja claramente el progreso imparable que ha tenido lugar en los últimos siglos.

El debate está servido. ¿Ha desaparecido la esclavitud, por ejemplo? Según se mire, hay reductos de diferentes formas de esclavitud diseminados por el orbe, la trata de personas, la explotación laboral…Pero hoy día son mayormente fenómenos residuales y perseguidos. No son hechos generalizados, no los permite la ley ni los aprueba la moral como siglos atrás. Ciertamente a toda reflexión de esta índole se le pueden contraponer matices y excepciones. La diferencia es que en la actualidad los hechos más abominables son eso, excepciones, antes eran la norma.

Ese pobre hombre del cuadro de Münch teme más la indiferencia de sus semejantes, que pasean ajenos al drama que les rodea, que a la amenaza que se fragua a su alrededor.

El impulso de una educación moral inspirada en una ética universal que trascienda ideologías y religiones particulares es un propósito muy ambicioso, algunos pensarán que utópico, pero no debemos renunciar a él.

*   *   *

EPÍLOGO

A lo lejos se oye redoblar los tambores, se intuye el ruido de sables entrechocando… El fogonazo de un dragón cabreado ha dejado calvo y chamuscado al pobre hombrecillo que se desgañita tratando de escapar del cuadro de Münch.

Mientras, un cansino y trasnochado escritor de blogs adormece a sus lectores con un soporífero discurso…

 ¡Un momento, algo ha cambiado! Jon Snow y la Khaleessi han dejado de batirse en un duelo absurdo y letal y se dirigen cogiditos de la mano a la Escuela de Líderes Por la Paz Mundial, fundada por un tal Mahatma Gandhi.

¡Qué alivio, una vez más salvados por la campana!!!

*   *   *

Definitivamente, al autor de estas líneas se le va un poco la pinza de cuando en cuando...

¡Amén!

 

 


“No apto para personas con vértigo”, por Eduardo Riol Hernández

     https://www.superprof.es/blog/wp-content/uploads/2020/03/tokyo-dome-city.jpg.webp

Algunos escenarios de la vida se parecen a un parque de atracciones. A muchas familias les apetece pasar el día en uno, donde la diversión está asegurada. Es muy probable que los más jóvenes, si les dejaran, eligieran quedarse indefinidamente celebrando una macro-fiesta. Solo que eso no es posible, ¿verdad? Quienes casi viven allí, y no por gusto, son los trabajadores, que se pasan la jornada laboral viendo disfrutar a los demás. 

Pero en un parque de atracciones también se sufre, a veces como parte de la diversión. Pasar miedo de forma voluntaria nos hace sentir más vivos. Resulta excitante la descarga de adrenalina que produce una situación de riesgo controlado, sin desmerecer el placentero alivio que experimentamos cuando ese peligro relativo tiene un desenlace feliz. Otras veces, en cambio, la emoción se nos va de las manos y entramos en pánico a mitad del recorrido, o acabamos vomitando hasta la primera papilla durante o después del trayecto. Excepcionalmente, incluso se dan casos trágicos de víctimas de algún accidente en el que se pierde hasta la vida, la propia o la de un ser amado.

Son las subidas y bajadas de la montaña rusa que nos impulsa, nos zarandea, nos frena y nos vuelve a sacudir; que nos lanza arriba y abajo en medio de gritos, risas y llantos. Hasta que por fin se detiene. Aunque seguimos un rato tambaleándonos sin rumbo, presas de la resaca y el mareo de un viaje lleno de baches y zigzags para el que no llevábamos suficiente biodramina. Podemos sucumbir a la tentación de retirarnos, abatidos y maltrechos, o bien podemos probar a convertirnos por un momento en superhéroes sin capa, sujetarnos con fuerza a la barandilla de salida, llenar de aire los pulmones y dirigirnos derechos a la noria gigante ignorando el cartel disuasorio: “No apto para personas con vértigo”. Es en el preciso instante en que llegamos al punto más alto, donde la enorme rueda hace una pausa en su giro parsimonioso, cuando somos capaces de apreciar con la perspectiva de la distancia los tremendos vaivenes a que se ven sometidas un sinfín de criaturas diminutas, pertinaces en su efervescente actividad. Entonces y sólo entonces, tomamos plena conciencia de que es precisamente ese afán de superar los diversos avatares lo que confiere a la vida su mayor atractivo y lo que la dota de sentido...

“Coge mi mano y agárrate bien”, le dice una madre a su hija, o un hermano mayor al pequeño. Un buen consejo para seguir adelante, mejor en compañía, y continuar sufriendo y disfrutando de muchos días especiales en el parque de atracciones, sintiendo que vale la pena, a pesar o gracias al vértigo.


“Deporte de competición en la infancia: preparación para la vida o maltrato (2ª parte)”, por Eduardo Riol Hernández

 

Foto de Yan Krukov. Pexels.com


Si nos centramos ahora en el deporte de base, varias reflexiones que suscitaron el mundo del deporte profesional y de élite en el artículo anterior son extrapolables aquí. Y es que también se producen anomalías en el nivel inicial. Hay casos de niños y jóvenes que se sienten presionados o maltratados en algún momento de su experiencia deportiva.

Lo que a tan corta edad empieza siendo una actividad extraescolar de esparcimiento y poco más, a veces se acaba convirtiendo en una fuente de estrés intolerable, en una actividad de competición a ultranza donde solo vale ganar; aunque conlleve un coste de sufrimiento e infelicidad del/la joven deportista.

Cuando la educación física y la promoción de la salud, que deberían ser nuestro principal móvil para seguir animando a chicos y chicas a hacer deporte, quedan en un segundo plano muy por detrás del prurito de acumular éxitos y victorias, empiezan los problemas. Cuántas familias, monitores, entrenadores conocemos que paulatinamente se van transformando en agresivos “managers” de sus hijos.

Las claves para evitar que esto llegue a suceder se resumen en:

-        Tener siempre presentes las metas, los valores primordiales que subyacen a la práctica saludable del deporte y el ejercicio físico, especialmente en edades tempranas y el deporte de base: contribuir a la socialización a través del juego; fomentar la salud física y mental de las personas en su desarrollo corporal, cognitivo y socioafectivo.

-        Primar valores como el afán de superación, la cooperación y el altruismo, incluso en escenarios de competición, sobre otras consideraciones.

Es importante insistir aquí en que dichos valores han de adaptarse a la edad y características personales del/la joven deportista. En una primera etapa, cuando se inicia la práctica del deporte como actividad universal al alcance de todas las personas, debemos entender que no todo el mundo tiene el mismo talento, potencial o interés por alcanzar la excelencia a través de dichas prácticas.

Desde otra perspectiva que no me parece incompatible, hay padres y educadores que consideran que ejercitarse en un deporte con un elevado grado de exigencia, ayuda a contrarrestar la baja tolerancia a la frustración y la falta de autocontrol de que adolecen muchos niños y jóvenes de nuestro tiempo.

Lo mismo se podría decir de la oportunidad de contrarrestar la sobreprotección a que hemos sometido a muchos de ellos, que dificulta el afrontamiento de situaciones de un estrés moderado.

En este sentido existe también el peligro de consentir que nuestros hijos abandonen cada actividad que emprenden al poco de iniciarla, por capricho o por no sobreponerse al mínimo contratiempo. Pero no es menos cierto que a veces los adultos nos empeñamos en que los niños se mantengan perseverantes solo porque nosotros mismos hubiéramos querido tener esa oportunidad en nuestra infancia, o porque tenemos unas expectativas desmedidas sobre el potencial de nuestros hijos.

Claro que la disciplina y la exigencia en la práctica del deporte y el ejercicio físico son beneficiosos en la formación y el desarrollo de nuestros hijos e hijas, pero siempre que se observen las recomendaciones de graduarlas y adaptarlas proporcionalmente a la edad, condiciones y circunstancias de los pequeños y los/las jóvenes; que se escuchen sus deseos y demandas, a la vez que el consejo de personas expertas, a la hora de decidir sobre su presente y su futuro a este respecto.

Si no calibramos bien el grado de presión que pueden soportar nuestros hijos; si no respetamos los límites tolerables teniendo en cuenta sus intereses y necesidades además de su potencial, estaremos vulnerando su derecho a disfrutar de una infancia y adolescencia felices, y amenazando seriamente su salud física y mental.

"La última noche de las Perseidas (Un cuento sobre pérdidas y reencuentros, ánimas y estrellas fugaces)" , por Eduardo Riol Hernández.

 

IAA-CSIC (Fuente Europa Press, 11-8-2021)

Era verano en Granada y en casa estábamos emocionados planeando -un año más- la tradicional excursión nocturna al Suspiro del Moro, un puerto de montaña ideal para contemplar la lluvia de estrellas. Mis abuelos maternos también se apuntaron, aunque en esta ocasión mi madre tenía dudas de si era buena idea porque estaban delicados de salud. Pero, al final, todos nos subimos al autocar de la asociación local de senderistas.
Alrededor de las nueve de la noche nos detuvimos en un promontorio despejado de vegetación y preparamos todos los bártulos, desde las tiendas de campaña hasta los telescopios que había traído Alba, una guía de la sociedad astronómica.
Nos juntamos allí por lo menos seis familias, más los organizadores. Había gente de todas las edades, pero poca gente joven para mi gusto. De todos modos, estaba mi hermana y unos amigos del barrio que suelen venir a estas excursiones: ¡Algo es algo!
Los mayores “de bastón”, como dice mi padre coloquialmente, estaban representados por mis abuelos Joaquín y Puri, y una señora que yo creo que también rondaba los ochenta. Sin embargo, a ella se la veía más ágil y lúcida que a los nuestros. Los oí charlar un rato sobre “lágrimas de San Lorenzo”, mezcladas con no sé qué de los “okupas” y la factura de la luz. Bueno, mi abuela Puri no hablaba, sonreía en silencio y miraba al cielo… Últimamente casi siempre está así, callada y mirando al infinito. Mi abuelo le coge la mano y se la acaricia, entonces su sonrisa se agranda y él -en cambio- deja escapar una lágrima, no sé si de San Lorenzo o de San Joaquín.
Llegó la hora en que la noche cerrada, aliada con una discreta luna nueva, iba a dar paso a un espectáculo irrepetible, o eso decía la astrónoma mientras nos orientaba para reconocer las constelaciones más populares, algunas a simple vista, otras con el telescopio. Por su parte, mis padres comentaban en el grupo algo sobre la contaminación lumínica de las ciudades, aunque noté a mi madre inquieta, mirando a menudo de reojo a los abuelos.
Los demás chavales y yo estábamos expectantes, pero no tanto como el primer año, cuando éramos más pequeños y nos sorprendió la novedad de todas aquellas estrellas fugaces cayendo del cielo, como los fuegos artificiales que anuncian el inicio de la feria del Corpus. Confieso que yo tampoco perdía de vista a mis abuelos; los notaba raros, con una chispa extraña en sus ojos que parecía un reflejo de aquellas mismas estrellas que aún no se habían asomado al firmamento.
Se habían sentado uno al lado del otro en unas sillas plegables reclinadas en un ángulo cómodo para observar el cielo. Estaban un poco apartados del campamento, y casi a oscuras como estábamos apenas se intuía su presencia. Los pude vigilar un rato gracias a unos prismáticos con infrarrojos que me prestó un amigo de mis padres, que se dedicaba a la fotografía de naturaleza. Así logré también divisar un animal que tenía pinta de ser un zorro merodeando, que se adentró por unos matorrales a cierta distancia, no sin antes dedicarme una mirada enigmática; o eso pensé.
A lo largo de la noche “los meteoros dejaron tras de sí estelas de luz de una belleza fulgurante”, en palabras de mi tía Marisa, la poeta de la familia. Yo aguanté despierto más tiempo que otros años, contemplando hipnotizado aquellos restos de algún cometa ya lejano, pero pasada la medianoche caí en un dulce sopor arropado por una manta de viaje con la que alguien debió de cubrir mi saco de dormir.
Poco antes del amanecer las voces alteradas de varias personas, entre las que destacaba la de mi madre, me despertaron bruscamente: “¿Dónde están?  No pueden haber ido muy lejos”. A pesar de la confusión del momento, deduje que se refería a mis abuelos. Me incorporé dando un brinco que me hizo tambalear del mareo, pero no tardé en espabilarme del todo y colaborar en la búsqueda, una larga, amarga e infructuosa búsqueda…
El misterio de la desaparición de mis abuelos ha protagonizado las noticias durante semanas, ha sido tema de análisis en tertulias matinales y hasta lo han sacado en ese programa nocturno sobre sucesos sobrenaturales y ovnis, pero mi familia siempre se ha negado a participar en todo lo que no fueran programas informativos serios, y siempre a través de un portavoz, el marido de mi tía Marisa, el tío Arturo, que se ofreció voluntario para tan ingrata misión. 
Varios meses después el misterio permanecía sin resolver. Mi familia se encontraba sumida en la desesperación; mi madre, en particular, estaba deprimida y atormentada por aquella pesadilla que no tenía fin. Necesitábamos el descanso de conocer la verdad, aunque fuera a costa de confirmar la temida noticia de que habían fallecido. 
Se acercaba la noche de Difuntos, más popularmente conocida como la noche de Halloween entre los de mi edad. Yo llevaba varias noches viendo a mis abuelos en sueños, pero no sentía miedo ni pena, porque los veía felices: mi abuela Puri me sonreía, ¡y el abuelo Joaquín me guiñaba un ojo! Solo me contrariaba que parecían querer decirme algo y yo no los podía oír; intentaba leerles los labios sin éxito. El sueño se repetía invariable cada noche, y me dejaba una sensación agridulce. No me atrevía a compartirlo con nadie en casa, me preocupaba la reacción de mi madre. Al final me decidí a comentarlo con mi tía Marisa, que además de poeta era un poco bruja. Se tomó muy en serio mi historia, se quedó un buen rato pensativa, y después me dijo con un tono afectuoso: “La próxima vez trata de escuchar mirándolos a los ojos, no a los labios. Hazlo con todo tu ser, no solo con la vista o los oídos. Si aparecen en tus sueños una y otra vez es porque tenéis una conexión que va más allá de los sentidos convencionales. Pronto averiguarás lo que te quieren decir, aunque intuyo que -en el fondo- ya lo sabes.” Las palabras de mi tía tuvieron sobre mí un efecto inexplicable; en un primer momento me sentí reconfortado pero luego, con el eco de su voz en mi cabeza (“…en el fondo ya lo sabes”), experimenté un estremecimiento que aún me da escalofríos recordar.
 Después de aquello me quedé prácticamente mudo aguardando la llegada de la noche, que precisamente era la señalada Noche de Difuntos. No soy nada supersticioso, ni temo daño alguno de los muertos, ¡pero tampoco soy de piedra! El caso es que haciendo tiempo, curioseando entre los libros de mis padres, cayó en mis manos “El bosque animado”, de un tal Wenceslao Fernández Flores, que no pude evitar hojear, maldita ocurrencia. Al rato lo solté para no sugestionarme más, pero ya era tarde. Imaginaba las almas en pena de la Santa Compaña vagando por un pinar próximo al Suspiro del Moro, y secuestrando a mis abuelos en un descuido del grupo… Así las cosas, esa noche no podía pegar ojo, y fue muy entrada la madrugada cuando me venció el cansancio.
Una pálida luna en cuarto menguante velaba mi sueño. A su alrededor, ráfagas de estrellas fugaces iluminaban la noche de forma intermitente. Algunas se precipitaban como serpentinas de colores que sugerían la celebración de un festejo. De pronto, mis abuelos surgieron como flotando sobre una bruma que envolvía los matorrales y arbustos de aquel paraje que me resultaba familiar. Al instante, de unos altavoces invisibles que debían de estar por todos lados brotó una melodía armoniosa que me sonaba de algún concierto al que ellos mismos me habrían llevado de pequeño, seguro que un poco a regañadientes. Se trataba de la “Danza de los Espíritus Benditos”, de Gluck (me lo chivó una aplicación de mi móvil, que sí, que lo llevo siempre conmigo, incluso en sueños). Joaquín y Puri, con un semblante jovial y romántico, bailaban animadamente cogidos de la mano como si hubiesen rejuvenecido varias décadas. En la vida real, lo más cerca que yo los había visto de un baile era al entrar o salir del Palacio de la Música, una discoteca muy popular para vejetes marchosos. Podréis suponer que yo estaba flipando: ¡vaya sueño más alucinante!, como todo sueño que se precie, por otra parte. Entonces, mis abuelos me invitaron con un gesto a unirme a ellos, y no lo dudé, me lancé a abrazarles, pero -de repente- la música empezó a ralentizarse y sin querer me fui frenando hasta quedar paralizado, luchando inútilmente por avanzar hacia donde se encontraban, como en la más clásica de las pesadillas. ¡Ah, nooo!! Esto no tocaba ahora, amigo mío, no lo iba a permitir: era MI sueño. Así que hice un esfuerzo por concentrarme, los miré fijamente a los ojos, y de nuevo la música sonó como al principio. Logré por fin darles alcance casi sin resuello, suspiré de alivio y formamos un pequeño corro con las manos entrelazadas. Su tacto era cálido y firme en contra de lo que podía esperar viniendo de…¿un par de muertos? ¡Parecían más vivos que yo! ¿Me habría muerto yo? 
Por un momento abrí los ojos, espantado por la duda me había despertado. Reconocí mi dormitorio y respiré hondo. Algo más calmado, volví a cerrarlos y regresé al compás de los espíritus dichosos (que no es lo mismo que los dichosos espíritus, digo yo, ¡en qué cosas me entretengo!). Esperad, algo había cambiado. Notaba otra presencia, pero no se veía a nadie más. Me pareció vislumbrar una cola rojiza desapareciendo entre unos matojos.  La música cesó y la pareja dejó de bailar. Aún sonreían cuando mi abuelo empezó a mover los labios sin que yo oyera su voz, como en los sueños anteriores. Me concentré en su mirada, recordando las palabras de mi tía, pero nada. Y entonces me di cuenta de que también mi abuela trataba de decirme algo, sin articular palabra. Fijé la vista en sus ojos y en su sonrisa, e inmediatamente me inundó un calor tibio al sentir su voz dirigiéndose a mí: “Cariño, diles a todos que estamos bien. Vimos caer una hermosa estrella fugaz a unos metros del campamento y nos acercamos hasta allí dando un paseo. Es un trayecto solo de ida, hijo mío.” “Pero, abuela, ¡no me creerán! ¿Y cómo podremos ir a vuestro lado?”, le respondí con el alma en vilo. Sentí entonces la voz de mi abuelo Joaquín que me miraba compasivo: “Diles que no busquen más, tan solo habitamos vuestros sueños y recuerdos…Una noche de Las Perseidas de algún día lejano veréis un zorro llegar que os guiará hasta donde nos encontramos”. ¡El zorro! Me quedé en suspenso por un instante. Luego quise acercarme otra vez y tocarlos y abrazarlos, pero ya se despedían desvaneciéndose en la misma bruma que los trajo hasta mí. 
Entonces desperté definitivamente. Tenía muchas preguntas que se agolpaban en mi cabeza. También, algunas certezas que aún no estaba preparado para asumir. Después de aquello seguimos yendo cada año sin falta al Suspiro del Moro cada noche de las Perseidas, en busca de una estrella fugaz y un zorro…
Entretanto, la vida transcurre con sus penas y sus alegrías. Y yo cada día me levanto agradecido de tener una nueva oportunidad de disfrutar cada momento que vivo, y que sueño, y que recuerdo, como sentido homenaje a quienes seguimos aquí y a quienes añoramos.

(En memoria de Loli Cañas Muñoz y de tantos seres queridos que viven en nosotros).

El "pin parental" o la consagración de una educación "a la carta"

 

Imagen de Katerina Holmes (pexels.com)

Quienes me conocen o me leen saben de mi defensa constante de las bondades de la familia. Es la proveedora principal de recursos para cubrir las necesidades de las personas; desde el sustento al afecto, pasando por el apoyo de todo tipo para que sus miembros obtengan el mayor bienestar posible en este mundo. Y la responsabilidad de dirigir la educación que precisa cada individuo en sus primeros años de vida hasta alcanzar su autonomía recae, sobre todo, en los progenitores. Esta postura la he defendido reiteradamente allí donde he tenido ocasión, como psicólogo y como padre, con una trayectoria que ronda los treinta años en el desempeño de ambos roles.


Pero ser proveedor principal no es lo mismo que exclusivo: El Estado también debe contribuir a garantizar la subsistencia y a promover el bienestar de la ciudadanía, a menudo con la colaboración de organizaciones de diversa índole que nutren la sociedad civil (instituciones religiosas y laicas; voluntariado de ONGs, etc.). También es responsabilidad del Estado proporcionar una educación básica a los individuos inspirada en valores universales que los prepare para convivir en una sociedad democrática.

Que el Estado vele por la satisfacción y el respeto de tales necesidades y derechos permitirá que se corrijan disfunciones en aquellas familias donde se hace dejación de esta responsabilidad, cuando por distintas circunstancias no se dispensen los cuidados mínimos exigibles en su seno. Por ello las leyes anteponen el interés superior de los menores a los derechos que como padres y madres podamos atribuirnos. Conviene recordar en este punto que somos tutores de nuestros hijos, no dueños de sus vidas ni de su albedrío.


Por otro lado, el Estado tampoco es garante privativo y excluyente de los derechos y necesidades de los que los más jóvenes son acreedores. Partimos de la referencia a unos poderes también sujetos a controles y límites, como es el caso de un Estado democrático -y social- de derecho regulado en la Constitución Española, norma fundamental bajo la que toda la ciudadanía de este país debe regirse.


Así pues, el éxito de un itinerario educativo diseñado para convertir aprendices de ciudadanos en personas cívicas, con juicio propio y espíritu crítico, dependerá del equilibrio de influencias procedentes del ámbito familiar, escolar y social.

Desde esta perspectiva, considero que no es pertinente una educación “a la carta”, según gustos y pareceres, como la que derivaría del establecimiento del llamado “pin parental”, medidas de consentimiento o autorización expresa de los progenitores permitiendo o denegando la participación de sus hijos en cada actividad complementaria que se incluya en el currículo escolar de cada centro, empezando por las que se imparten por personal ajeno al claustro de profesores.


Moviéndonos entre el mundo de lo inverosímil y lo posible, ¿será potestad de los padres decidir si es apropiado que sus hijos asistan o no a una charla sobre “ciber-acoso” impartida por agentes expertos de la Policía? ¿O tal vez será opinable la participación de los estudiantes en actividades prácticas de educación vial organizadas por responsables municipales? ¿Dejamos en manos de algún padre “terraplanista” y/o “creacionista” el permiso para que sus hijos puedan asistir a actividades divulgativas sobre Astronomía y Biología en el museo de las ciencias local? ¿Es opinable la importancia, la necesidad y el derecho de nuestros hijos a conocer el Sistema Solar y la Evolución de las Especies hasta donde nos permiten los avances de la ciencia actual?
Y llevando la lógica del derecho a elegir de los padres más allá del currículo académico, ¿podríamos asumir también que alguna madre “anti-vacunas” decida no vacunar a su hijo durante la campaña de vacunación escolar; o que algún padre “testigo de Jehová” impida que a su hija le hagan una transfusión de sangre cuando corre peligro su salud y hasta su vida?


Organizaciones como el Foro de la Familia en Murcia alegan que la intención de esta medida del “pin parental” es impedir la ideologización y el adoctrinamiento. Entiendo que se refieren a las que provengan de gobernantes no afines a su propia ideología y/o a la posible doctrina religiosa del culto al que sean fieles, claro. Y el foco de la batalla que les mueve parece centrado en sustraerse a las actividades formativas en el ámbito de la educación sexual, el respeto a la diversidad y a los derechos humanos… Llamativo, y preocupante.


Cabe replicar, entre otras cuestiones, que existen mecanismos de control y participación que dan protagonismo a las familias en el ámbito de la comunidad educativa, como son las AMPAS y los Consejos Escolares. Son órganos de representación democrática donde las familias tienen voz y voto. Es en esos foros donde se puede y se debe debatir cómo se concretan en cada territorio y en cada centro determinados aspectos acerca de los objetivos y los contenidos curriculares plasmados en el Plan de Centro, así como cuestiones relativas a la convivencia y el funcionamiento del mismo.


Ciertamente se podrá argumentar que el poder de decisión de esos órganos de representación de las familias es limitado; y que estas han perdido peso en los últimos años en el ámbito de los consejos escolares. Igualmente se puede alegar que las instituciones del Estado administradas por el gobierno de turno dejan mucho que desear en la aplicación de políticas educativas que deberían inspirarse en la vocación de universalidad y de respeto a la pluralidad que impregnan la Carta Magna y la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y no en intereses partidistas o en enfoques sectarios. Pero, según yo lo veo, pretender neutralizar la arbitrariedad, el sectarismo, la prepotencia o el gregarismo del que unos actores acusan a otros en el escenario educativo autorizando el ejercicio de un veto a discreción -el “pin parental”- es un error.


La solución, a mi entender, pasa por que la sociedad española apremie a sus representantes para que asuman de una vez por todas la tarea necesaria y urgente de consensuar unos principios mínimos, básicos y universales basados en la traslación de los mandatos recogidos en la Constitución y en el Derecho Internacional suscrito por el Estado español a una realidad histórica y social en constante evolución.


Las sociedades modernas y globalizadas incluyen cada vez más familias de diversa procedencia y mentalidad, con diferentes aspectos, creencias e ideologías. Para fomentar la cohesión, la cooperación y la convivencia pacífica en este contexto, debemos redoblar esfuerzos por identificarnos de forma unánime con esos principios morales comunes consensuados previamente, regulados en leyes y normas emanadas de la voluntad de la mayoría. Una mayoría que, en democracia, ha de respetar desde luego a las minorías, pero salvaguardando -como ya he apuntado- a través de la educación el cumplimiento de los preceptos morales que deberá observar el conjunto de la ciudadanía.


Esto solo se puede lograr afianzando una educación que asegure unos fundamentos éticos compartidos, blindando un currículo básico transversal de formación en valores que nadie esté legitimado para boicotear: ni las confesiones religiosas, ni los partidos políticos, ni “lobbies” de diferente naturaleza, ni familia ni sujeto alguno, que deliberadamente confundan el valor sagrado de la libertad con la imposición de su punto de vista particular sobre el interés general de la sociedad.


De este modo, formaremos y educaremos a nuestras hijas e hijos para que aprendan a desenvolverse en un entorno plural donde la discrepancia es legítima e imperan la promoción del conocimiento y la ciencia, la cultura de la negociación, el consenso, la tolerancia, la solidaridad y la convivencia, inspiradas esencialmente en los principios de igualdad, justicia y libertad que, en contra de lo que desde algunas tribunas “tuiteras” se quiere dar a entender, no son principios antagónicos e incompatibles, sino precisamente lo opuesto.

"EL INSOMNIO DE MARINA, UNA ENFERMERA EN TIEMPOS DE PANDEMIA", por Eduardo Riol Hernández (bio en blog)

"Game Changer", @banksy.
Pintura donada por el autor a un hospital de Southampton.


Marina lleva sin pegar ojo demasiadas noches seguidas. Los turnos en la UCI han sido agotadores durante semanas, pero casi lo prefiere a las noches de descanso, cuando dispone de tiempo para pensar.
Se agobia dándole vueltas a mil cosas, empezando por los recuerdos de la pesadilla sufrida en el hospital, donde atendían a destajo casos graves de pacientes que empeoraban a un ritmo endiablado, bastantes de los cuales no llegaban a superar la enfermedad a pesar de la ventilación mecánica -cuando disponían de suficientes aparatos- y de los cócteles de tratamientos que les suministraban a la desesperada. ¡Qué impotencia!
También le invade el miedo de pillar el dichoso virus y contagiar a su marido hipertenso, o a sus hijos, tan pequeños; y estar fuera de juego varias semanas, dejando aún más mermado el servicio.
De pronto se llena de rabia, al ser consciente de lo indefensos que han estado ante la avalancha de casos, lo desprotegidos que aún se encuentran en el hospital, con la escasez de equipos de protección adecuados y de pruebas fiables; en medio -eso sí- de multitud de aplausos desde los balcones y de la comparecencia de políticos de todos los partidos sacando pecho por ellos y rasgándose las vestiduras por las cifras escandalosas de víctimas, entre las que se cuentan muchos sanitarios…
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 Nos felicitan en el Día Mundial del Personal de Enfermería; nos llaman heroínas, y hasta nos hacen la ola, pero yo no quiero convertirme en una heroína forzosa. Yo solo pretendo hacer mi trabajo en condiciones, ayudar a salvar vidas sin poner gratuitamente en peligro la mía ni las de quienes me rodean. No deseo recibir medallas, ni que otros se las pongan en mi nombre. Me repugna que utilicen el sufrimiento y el dolor de las víctimas como arma arrojadiza, los unos y los otros, con un ejército de “destroyers” dando la matraca en las redes sociales, los mismos que luego alternan los aplausos con las caceroladas. ¡Qué lamentable espectáculo! ¡¡Es que me enciendo!!
Y es entonces cuando me siento culpable -e incluso avergonzada- por dejarme llevar por la ira, por meter a todos en el mismo saco y no valorar y agradecer lo suficiente el gesto solidario, amable y generoso de mucha gente anónima, que no debo olvidar ni menospreciar. No era esa mi intención en absoluto. Tengo claro que necesitamos esa inyección de moral, especialmente en estos momentos de bajón, como el que me está dando ahora mismo.
 ¡Dios, se me va a ir la cabeza!
 ¡No! Ahora no puedo permitirme ese lujo, queda mucho por hacer.
Con el inicio de la “desescalada” nos pegamos patadas en el culo por entrar en la “nueva normalidad”, sin tener nada claro en qué demonios consistirá eso. La gente se desespera -que lo comprendo- por salir a tomar el aire, una cañita en una terraza; por sacar a sus chiquillos a que desfoguen; por recuperar su actividad normal, sus empleos y sus ingresos. Lógico. Pero yo no puedo evitar el tembleque ante la posibilidad de un rebrote, de una traumática vuelta a la línea de salida. Y me pregunto, sinceramente, si ahora estamos más preparados para afrontar un repunte de contagios. En parte, seguro que sí; pero queda un gran trecho por recorrer antes de considerar controlada la situación, y no sé si sería capaz de enfrentarme otra vez al escenario dantesco recién padecido.
Supongo que por eso me irrito tanto cuando veo o me cuentan cómo demasiada gente se salta las normas y las recomendaciones que lograrían prevenir en buena medida un nuevo descalabro social, económico y sanitario.
En fin, voy a tomarme un chute de valeriana forte con un gramo de melatonina y un zolpidem de postre -vaya gazpacho-, a ver si concilio el sueño, que falta me hace.
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 …Y Marina trata de echar, al menos, una cabezada que la ayude un poco a recuperar las fuerzas y el ánimo. Y esta vez -por fortuna- lo consigue, aunque sea durante un rato.
Buenas noches y buena suerte, querida Marina, porque tu suerte será también la nuestra.

  

Portada "The New Yorker", 6 de abril, 2020.