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"¡Salta conmigo!", por Eduardo Riol Hernández

 

Tomado de pexels.com. Foto de Karolina Grabowska

Se puede saltar de alegría por una buena noticia. Se puede saltar jugando, para divertirse o para competir. Se puede saltar bailando al ritmo de tu grupo favorito. Pero también se puede saltar de miedo cuando te dan un susto, o para apartarte de algo que te da asco. Incluso se puede saltar al vacío, huyendo de un fuego pavoroso que te rodea, o por la desesperación de no ver otra salida a un sufrimiento que te resulta insoportable; tal vez por la pérdida de un ser querido o una ruptura sentimental que no se logra superar, por el rechazo de la gente que te importa, por sentir que no vales nada, que vivir así no merece la pena…

Yo solo te pido que antes de dar ese último salto irreversible me des la mano y te vengas a saltar conmigo un rato en esa cama elástica de la niñez donde puedas volver a reír a carcajadas, ajeno a la crueldad, la injusticia y la miseria que aguardan a la vuelta de la esquina, en el patio del colegio o en la soledad de tu cuarto.

Después, ya que estamos, iremos a saltar en la pista de baile de aquella concurrida discoteca o a las fiestas del barrio, sin temor al ridículo, alentados por esa música tan animada que por unos instantes casi te devuelven las ganas de vivir.  Aquí y ahora te duele menos ser invisible para otros o sufrir sus desprecios y humillaciones. Te das cuenta de que en realidad no les necesitas para estar a gusto. Y te preguntas, sin mucha convicción pero con un atisbo de esperanza, si la vida aún te reserva, también a ti, oportunidades de disfrutar.

Al acabar el día, sin embargo, regresan las dudas y los temores, te convences de que durante las horas anteriores has sido víctima de un espejismo. La angustia de otra noche solitaria te asfixia y quieres escapar. Te asomas a la terraza del salón, calibrando si la altura es suficiente para acabar de una vez con todo. De pronto, los reflejos de unos charcos en la calle te hacen guiños y te despistas por un momento de tu cometido: valorar la mortalidad potencial del salto. El caso es que no te queda claro, será mejor subir a la azotea, y te encaminas descalzo a la escalera. Entonces ves en un rincón de la entradita unas botas de agua de colores vivos, son de tu talla. Qué extraño, no recuerdas tener unas así desde el final de la Primaria.

Un impulso te hace cambiar de planes: en un suspiro te encuentras en la calle, saltando de charco en charco y dando gritos de júbilo que despiertan a los vecinos mayores, perplejos al ver un joven en pijama con aspecto de haberle tocado la lotería. Yo no te he podido acompañar aún, porque te espero en el futuro, soy tú pero algo más viejo, atiendo el Teléfono de la Esperanza como voluntario en mis ratos libres, si tú decides que la azotea puede esperar…