Se
puede saltar de alegría por una buena noticia. Se puede saltar jugando, para
divertirse o para competir. Se puede saltar bailando al ritmo de tu grupo
favorito. Pero también se puede saltar de miedo cuando te dan un susto, o para
apartarte de algo que te da asco. Incluso se puede saltar al vacío, huyendo de
un fuego pavoroso que te rodea, o por la desesperación de no ver otra salida a
un sufrimiento que te resulta insoportable; tal vez por la pérdida de un ser
querido o una ruptura sentimental que no se logra superar, por el rechazo de la
gente que te importa, por sentir que no vales nada, que vivir así no merece la
pena…
Yo
solo te pido que antes de dar ese último salto irreversible me des la mano y te
vengas a saltar conmigo un rato en esa cama elástica de la niñez donde puedas
volver a reír a carcajadas, ajeno a la crueldad, la injusticia y la miseria que
aguardan a la vuelta de la esquina, en el patio del colegio o en la soledad de
tu cuarto.
Después,
ya que estamos, iremos a saltar en la pista de baile de aquella concurrida
discoteca o a las fiestas del barrio, sin temor al ridículo, alentados por esa
música tan animada que por unos instantes casi te devuelven las ganas de
vivir. Aquí y ahora te duele menos ser invisible para otros o sufrir
sus desprecios y humillaciones. Te das cuenta de que en realidad no les
necesitas para estar a gusto. Y te preguntas, sin mucha convicción pero con un
atisbo de esperanza, si la vida aún te reserva, también a ti, oportunidades de
disfrutar.
Al
acabar el día, sin embargo, regresan las dudas y los temores, te convences de
que durante las horas anteriores has sido víctima de un espejismo. La
angustia de otra noche solitaria te asfixia y quieres escapar. Te asomas a la
terraza del salón, calibrando si la altura es suficiente para acabar de una vez
con todo. De pronto, los reflejos de unos charcos en la calle te hacen guiños y
te despistas por un momento de tu cometido: valorar la mortalidad potencial del
salto. El caso es que no te queda claro, será mejor subir a la azotea, y te
encaminas descalzo a la escalera. Entonces ves en un rincón de la entradita
unas botas de agua de colores vivos, son de tu talla. Qué extraño, no recuerdas
tener unas así desde el final de la Primaria.
Un
impulso te hace cambiar de planes: en un suspiro te encuentras en la calle,
saltando de charco en charco y dando gritos de júbilo que despiertan a los
vecinos mayores, perplejos al ver un joven en pijama con aspecto de haberle
tocado la lotería. Yo no te he podido acompañar aún, porque te espero en el
futuro, soy tú pero algo más viejo, atiendo el Teléfono de la Esperanza como
voluntario en mis ratos libres, si tú decides que la azotea puede esperar…