Si nos centramos ahora en el deporte de base, varias reflexiones
que suscitaron el mundo del deporte profesional y de élite en el artículo
anterior son extrapolables aquí. Y es que también se producen anomalías en el nivel
inicial. Hay casos de niños y jóvenes que se sienten presionados o maltratados
en algún momento de su experiencia deportiva.
Lo que a tan corta edad empieza siendo una actividad
extraescolar de esparcimiento y poco más, a veces se acaba convirtiendo en una
fuente de estrés intolerable, en una actividad de competición a ultranza donde
solo vale ganar; aunque conlleve un coste de sufrimiento e infelicidad del/la
joven deportista.
Cuando la educación física y la promoción de la salud, que
deberían ser nuestro principal móvil para seguir animando a chicos y chicas a
hacer deporte, quedan en un segundo plano muy por detrás del prurito de
acumular éxitos y victorias, empiezan los problemas. Cuántas familias,
monitores, entrenadores conocemos que paulatinamente se van transformando en
agresivos “managers” de sus hijos.
Las claves para evitar que esto llegue a suceder se resumen
en:
-
Tener
siempre presentes las metas, los valores primordiales que subyacen a la
práctica saludable del deporte y el ejercicio físico, especialmente en edades
tempranas y el deporte de base: contribuir a la socialización a través del
juego; fomentar la salud física y mental de las personas en su desarrollo
corporal, cognitivo y socioafectivo.
-
Primar
valores como el afán de superación, la cooperación y el altruismo, incluso en
escenarios de competición, sobre otras consideraciones.
Es importante insistir aquí en que dichos valores han de adaptarse
a la edad y características personales del/la joven deportista. En una primera
etapa, cuando se inicia la práctica del deporte como actividad universal al
alcance de todas las personas, debemos entender que no todo el mundo tiene el
mismo talento, potencial o interés por alcanzar la excelencia a través de
dichas prácticas.
Desde otra perspectiva que no me parece incompatible, hay
padres y educadores que consideran que ejercitarse en un deporte con un elevado
grado de exigencia, ayuda a contrarrestar la baja tolerancia a la frustración y
la falta de autocontrol de que adolecen muchos niños y jóvenes de nuestro
tiempo.
Lo mismo se podría decir de la oportunidad de contrarrestar
la sobreprotección a que hemos sometido a muchos de ellos, que dificulta el afrontamiento
de situaciones de un estrés moderado.
En este sentido existe también el peligro de consentir que
nuestros hijos abandonen cada actividad que emprenden al poco de iniciarla, por
capricho o por no sobreponerse al mínimo contratiempo. Pero no es menos cierto
que a veces los adultos nos empeñamos en que los niños se mantengan
perseverantes solo porque nosotros mismos hubiéramos querido tener esa
oportunidad en nuestra infancia, o porque tenemos unas expectativas desmedidas
sobre el potencial de nuestros hijos.
Claro que la disciplina y la exigencia en la práctica del
deporte y el ejercicio físico son beneficiosos en la formación y el desarrollo
de nuestros hijos e hijas, pero siempre que se observen las recomendaciones de
graduarlas y adaptarlas proporcionalmente a la edad, condiciones y
circunstancias de los pequeños y los/las jóvenes; que se escuchen sus deseos y
demandas, a la vez que el consejo de personas expertas, a la hora de decidir
sobre su presente y su futuro a este respecto.
Si no calibramos bien el grado de presión que pueden soportar
nuestros hijos; si no respetamos los límites tolerables teniendo en cuenta sus
intereses y necesidades además de su potencial, estaremos vulnerando su derecho
a disfrutar de una infancia y adolescencia felices, y amenazando seriamente su
salud física y mental.