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"Las cosquillas de la bruja", por Eduardo Riol Hernández

 

Foto de Pedro Dias. Tomado de Pexels.Com

El pequeño de cuatro años trata de dormir a pesar del intenso calor de esa noche de primeros de junio, que anuncia la llegada inminente del verano. Está acostado en la cama de su abuela, por hallarse en la habitación relativamente más fresca de la casa y estar la buena señora pasando unos días en el pueblo. Pero extraña su propia cama y no para de dar vueltas y vueltas aferrado a la sábana -puede más el miedo que el bochorno- hasta que por fin logra adormilarse.

En algún momento de ese sueño agitado el niño despierta con una sensación de angustia: él suele dormir de lado y está notando unas inquietantes cosquillas en la axila más elevada, unas cosquillas recurrentes que se desplazan hacia la tetilla próxima, pero teme moverse y demostrar que está despierto. Tampoco se atreve a abrir los ojos, anticipando el horror de enfrentarse a lo que intuye provoca esas cosquillas, ¡una bruja que le roza la piel con sus largas uñas!...

Una sucesión de gotitas de sudor resbala incesante por el pecho del pequeño, impidiendo que su terrorífica pesadilla cese.

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El miedo es una constante en nuestra existencia. Hay miedos atávicos, miedos irracionales, fobias; hay miedo al miedo, análogo de la ansiedad. El miedo paralizante nos impide actuar y nos roba oportunidades de vivir experiencias enriquecedoras. El miedo cerval nos impulsa a la ciega huida o a la violencia atroz. Por tratar de evitar el dolor y el sufrimiento extremos llegamos a perder el juicio.

Sin embargo, el miedo es necesario en nuestras vidas. Un miedo racional y controlado nos hace estar alerta, prever amenazas, esquivar peligros, nos hace ser más prudentes. ¿Por qué no aceptamos entonces que hemos de convivir con el miedo, familiarizarnos con él, y hacerlo nuestro aliado en la medida de lo posible?

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Muchos veranos sofocantes y muchas pesadillas después, ese niño, ya adolescente, descubrió la verdadera naturaleza de la temible bruja. Una de esas noches en las que el sudor le produjo el mismo cosquilleo estando entre el sueño y la vigilia, evocó repentinamente aquella pretérita sensación de terror, pero esta vez un residuo de conciencia le permitió identificar el origen de esas “cosquillas”, produciendo en él una amalgama de sentimientos encontrados: alivio, rabia, satisfacción, vergüenza…

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A ese niño o esa niña cuyos miedos crecen a la par que su conciencia del mundo y su imaginación le podemos ayudar enseñándole a manejar sus miedos con paciencia y comprensión, sin burlas ni humillaciones. Mostrándole el modo de tolerarlo como un acompañante molesto e inevitable al que podemos domesticar.

Equiparar el valor a la ausencia de miedo es un desatino: se es valiente justo cuando logramos afrontar ese miedo omnipresente sin renunciar a hacer lo que creemos que debemos hacer o lo que simplemente deseamos hacer.

Y combatir el miedo con más imaginación y con humor suele ayudar. Antes de saber que la bruja de nuestra historia era una secreción corporal producto del calor, antes por tanto de encontrar una explicación lógica tranquilizadora a un fenómeno que interpretábamos como un acto de magia negra, la mente infantil puede vencer a la bruja aprendiendo a tomar las riendas del sueño y cortándole las uñas o jugando al truco o trato con ella.

 


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