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Tomado de pexels.com. Foto de “Mati Mango” |
(Advertencia de
“spoilers”)
“¡Mis hijos no son monstruos! En todo caso, los del vecino…” PADRE ANÓNIMO
Durante
las últimas semanas la historia de Jamie Miller ha saltado de la ficción a
nuestros hogares con tanto interés como alarma. Un chico de trece años que procede
de una familia “normal” resulta ser el asesino de una compañera del instituto.
Un muchacho de aspecto frágil y angelical, ha de ser un error.
No
proviene de un hogar desestructurado, con padres maltratadores o negligentes,
alcohólicos o adictos a otras drogas. Tampoco hay un historial previo de
violencia en su entorno doméstico ni del propio chaval. ¿Cómo ha podido ocurrir?
Tal
vez se nos olvida que pocos días antes del impacto de esta serie británica nos
sacudió la noticia del estrangulamiento de una educadora social por parte de
varios adolescentes que sí tenían antecedentes pero que también procedían de
familias normativas, lo mismo que el chorreo de casos de agresiones y
violaciones grupales que empiezan a ser algo habitual entre jóvenes menores de
edad (últimos casos conocidos en Santander, Almendralejo…) Y estas son
historias de la vida real y de aquí al lado.
¿Será
verdad entonces que estamos creando -o criando- monstruos?
Seguramente
no nos daremos por aludidos, como el padre anónimo de antes. La mayor parte del
tiempo pensaremos en nuestros hijos e hijas como seres inocentes, si acaso
víctimas potenciales, nunca verdugos. Y esto puede ser seguramente una parte
del problema...
Pero
si queremos poder responder con realismo a la pregunta en cuestión hay que
matizar la dimensión del problema: a pesar de la frecuencia cada vez mayor de
episodios de violencia grave, en un país como el nuestro, con cerca de veinte
mil centros educativos y alrededor de nueve millones de estudiantes no
universitarios, los hechos que nutren las noticias de sucesos y los que
inspiran series como “Adolescencia” no son representativos de la mayoría de los
niños y jóvenes escolarizados en España, sino de una mínima parte de ellos.
Esto no supone negar ni quitarle importancia a estos casos, que ya son
demasiados a partir del primero que se produce, sino la constatación de la
magnitud real de este fenómeno en su manifestación más extrema.
(Una
madre lectora suspira de alivio)
Acto
seguido, sin embargo, procede matizar lo
antes matizado aseverando que otras violencias de intensidad baja o moderada sí
están mucho más generalizadas y que estas pueden derivar eventualmente en las
de índole más severa. Existen múltiples formas y grados de acoso dentro y fuera
del ámbito escolar perpetrado a menudo por “compañeros” que pueden llegar a
hacer mucho daño aunque no los identifiquemos como monstruos.
(La
madre retira el suspiro)
Para
mantener el propósito de hacer un diagnóstico más certero del tema es
pertinente añadir que las causas de las diferentes manifestaciones de la
violencia en edades tempranas, durante la niñez y la adolescencia, son
numerosas y variadas; obedecen a una realidad compleja en la que interactúan
muchos factores. Por tanto, aunque las redes sociales virtuales influyan en
este fenómeno, atribuirles el origen poco menos que de casi todos los males de
nuestro tiempo es una gran simplificación.
Cierto
es que, según explica la catedrática de Psicología Evolutiva María José
Díaz-Aguado en una entrevista de Ignacio Zafra publicada en El País el pasado
15 de diciembre, “(...) El ciberacoso, por un lado, reduce la posibilidad de
que la víctima pueda escapar o encontrar un lugar seguro. Y al poder ser
compartido rápidamente con más participantes, aumenta el riesgo de que el daño
sea extenso y duradero. Desde el punto de vista de quienes acosan, además, hace
más difícil que en el acoso presencial que empaticen con la víctima. Aumenta el
riesgo de desconexión moral y la sensación de impunidad, lo que puede
incrementar la crueldad de las agresiones (...)”. Así y todo, no perdamos de
vista, que este factor no es el único que subyace a la violencia entre los
jóvenes. Prohibir el uso de los dispositivos digitales y demonizar los medios
tecnológicos no es la solución, hay que educar en su uso adecuado y supervisarlo.
Entre
los factores que pueden ejercer igual o mayor influencia en la aparición,
mantenimiento o agravamiento de comportamientos violentos, menciono algunos de
los más significativos:
- La
escasa o nula educación de los menores, dentro y fuera del ámbito doméstico, en
el manejo de las emociones, en particular en el control de impulsos y la tolerancia
a la frustración. En la serie de TV aludida, el pobre padre de Jamie quería ayudarle
a superar sus decepciones mutuas llevándolo a entrenar boxeo (sin atraerle al
chiquillo esa opción, aparentemente), con un resultado obviamente insatisfactorio.
En el instituto, un personal desbordado oscilaba entre la coerción y la
pasividad, sufriendo y contribuyendo a la vez a una situación caótica por momentos.
- El
equívoco acerca de la naturaleza del estilo educativo democrático, que a veces
degenera en permisivo o negligente. Estar pendientes de satisfacer las necesidades
de los pequeños es compatible con ponerles límites que aprendan a respetar. Argumentar
por ejemplo que no se debe decir nunca “NO” a un niño, porque se traumatiza, es
una muestra de esa confusión.
- La
falta de autoridad de los que deberían ser algunos de los referentes adultos
más importantes de los menores (los propios padres; el profesorado; el personal
sanitario; las fuerzas y cuerpos de seguridad, etc.), autoridad a veces deslegitimada
por los mismos padres en presencia de los estudiantes: cuando un progenitor
cuestiona o desautoriza al otro delante del hijo; cuando increpa o amenaza al
tutor del menor por castigarle o ponerle mala nota...
- La
pérdida de autoridad moral de algunos adultos presuntamente ejemplares, por sus
comportamientos reprochables ante los menores o la ciudadanía en general: un religioso
que abusa de sus fieles; un político que engaña y estafa a sus representados;
un empresario que explota a sus trabajadores; un docente que se desentiende de
alumnado víctima de maltrato o acoso (“porque es mejor que resuelvan sus
problemas entre ellos”) o incluso participa activamente humillando en público a
un estudiante “diferente”.
- La
abundancia de modelos sociales que se muestran agresivos en un entorno cotidiano,
recordemos los casos de padres y madres insultando y amenazando a árbitros y
jugadores de fútbol menores de edad rivales de sus hijos desde las gradas,
saltando al campo incluso, o atacando a otros padres...
- La
obsesión por competir y compararse continuamente y la necesidad de recibir la
aprobación del grupo de iguales a cualquier precio, hipertrofiada, justo es
reconocerlo aquí, por el inmenso escaparate de las redes sociales digitales.
- La
ausencia de una educación cívica y una educación sexual y socioafectiva que prevengan
los efectos de la exposición prematura e indiscriminada al porno, las actitudes
sexistas de los foros que abundan en internet y fuera, y los comportamientos
discriminatorios en general.
- El miedo de los jóvenes a un futuro incierto (empleo precario, vivienda inaccesible, guerras y cambio climático, etc.) provoca también frustración y desánimo, acompañados regularmente de una ira mal controlada.
- La
disponibilidad de sustancias adictivas con propiedades psicoactivas que reducen
aún más el control de los impulsos, la
gestión de las emociones y alteran la percepción de la realidad; algunas de las
cuales siguen siendo socialmente aceptadas (en según qué latitudes resulta
graciosa la primera borrachera de un menor de edad).
Y
podría seguir un rato enumerando claves que dan cuenta de por qué la violencia
estalla a veces; no he aludido a los factores hormonales y los mecanismos biológicos
de la agresividad, que también tienen su papel, ni al déficit creciente de descanso nocturno en los jóvenes, que suele correlacionar con el aumento de la labilidad emocional, la hipersensibilidad, la irritabilidad y la impulsividad. Pero no se trata de hacer aquí
un ensayo de una extensión que daría para un libro, sino de detenernos un momento
a reflexionar sobre un tema que nos preocupa sobremanera, para intentar
entenderlo un poco mejor y tal vez poner de nuestra parte lo que esté en
nuestra mano para mejorar la situación, quizá baste con no mirar para otro lado
o echar la culpa al vecino...
Ya
para ir concluyendo, imaginemos una chica o un chico cualquiera con la
autoestima hundida, que sufre o siente el rechazo de los demás de forma
continuada en el tiempo. Convengamos en que es carne de cañón para acabar
haciéndose daño a sí mismo/a o a los otros. Y en un entorno donde la
frustración se “resuelve” a menudo con agresividad, sin que las consecuencias
estén claras (si eres menor eres inimputable; a veces la violencia se disculpa,
o hasta se alienta y aplaude en determinados círculos y momentos), tenemos
servida la tormenta perfecta.
No
pretendo dramatizar, esta no es una realidad nueva, la adolescencia siempre se
ha caracterizado por ser una etapa de la vida relativamente turbulenta, pero también
es una época en la que eclosiona el descubrimiento del amor, del placer, de la
amistad, es un período donde todo se vive intensamente, también lo bueno...
Lisa
Miller, la hermana de Jamie en la serie de Netflix, criada por los mismos
padres, formada en el mismo instituto, es una joven educada y agradable, seguro
que con sus crisis personales, sus errores y sus secretos, pero más estable
emocionalmente en apariencia. Puede que ella hubiera logrado consolar a su
hermano cuando Katie lo humilló en las redes, antes de ser apuñalada por aquel.
Aconsejándole sobre cómo manejar la situación de otra manera con las chicas. Al
mismo tiempo a Katie la podían haber ayudado cuando vulneraron su intimidad por
internet, no compartiendo esas fotos de forma masiva, ni haciendo escarnio público
de su persona... En fin, como soñar es gratis, no descartemos que otros Jaimies
y Katies, que se encuentren ahora en medio de graves conflictos personales sí
que logren encontrar salidas más pacíficas a estos con el apoyo de una sociedad
más sensible y civilizada. Dejo para el siguiente artículo el abordaje de una serie de pautas cuya adopción permitiría mejorar el panorama.
En
eso estamos todas y todos profundamente concernidos si habéis mantenido el interés de leer este
artículo hasta el final, entreverando algún que otro suspiro entre párrafo y
párrafo.