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(Advertencia de “spoilers”)
“¡Mis hijos no son monstruos! En todo caso, los del vecino…” PADRE ANÓNIMO
Durante las últimas semanas la historia de Jamie Miller ha saltado de la ficción a nuestros hogares con tanto interés como alarma. Un chico de trece años que procede de una familia “normal” resulta ser el asesino de una compañera del instituto. Un muchacho de aspecto frágil y angelical, ha de ser un error.
No proviene de un hogar desestructurado, con padres maltratadores o negligentes, alcohólicos o adictos a otras drogas. Tampoco hay un historial previo de violencia en su entorno doméstico ni del propio chaval. ¿Cómo ha podido ocurrir?
Tal vez se nos olvida que pocos días antes del impacto de esta serie británica nos sacudió la noticia del estrangulamiento de una educadora social por parte de varios adolescentes que sí tenían antecedentes pero que también procedían de familias normativas, lo mismo que el chorreo de casos de agresiones y violaciones grupales que empiezan a ser algo habitual entre jóvenes menores de edad (últimos casos conocidos en Santander, Almendralejo…) Y estas son historias de la vida real y de aquí al lado.
¿Será verdad entonces que estamos creando -o criando- monstruos?
Seguramente no nos daremos por aludidos, como el padre anónimo de antes. La mayor parte del tiempo pensaremos en nuestros hijos e hijas como seres inocentes, si acaso víctimas potenciales, nunca verdugos. Y esto puede ser seguramente una parte del problema...
Pero si queremos poder responder con realismo a la pregunta en cuestión hay que matizar la dimensión del problema: a pesar de la frecuencia cada vez mayor de episodios de violencia grave, en un país como el nuestro, con cerca de veinte mil centros educativos y alrededor de nueve millones de estudiantes no universitarios, los hechos que nutren las noticias de sucesos y los que inspiran series como “Adolescencia” no son representativos de la mayoría de los niños y jóvenes escolarizados en España, sino de una mínima parte de ellos. Esto no supone negar ni quitarle importancia a estos casos que ya son demasiados a partir del primero que se produce, sino la constatación de la magnitud real de este fenómeno en su manifestación más extrema.
(Una madre lectora suspira de alivio)
Acto seguido, sin embargo, procede matizar lo antes matizado aseverando que otras violencias de intensidad baja o moderada sí están mucho más generalizadas y que estas pueden derivar eventualmente en las de índole más severa. Existen múltiples formas y grados de acoso dentro y fuera del ámbito escolar perpetrado a menudo por “compañeros” que pueden llegar a hacer mucho daño aunque no los identifiquemos como monstruos.
(La madre retira el suspiro)
Para mantener el propósito de hacer un diagnóstico más certero del tema es pertinente añadir que las causas de las diferentes manifestaciones de la violencia en edades tempranas, durante la niñez y la adolescencia, son numerosas y variadas; obedecen a una realidad compleja en la que interactúan muchos factores. Por tanto, aunque las redes sociales virtuales influyan en este fenómeno, atribuirles el origen poco menos que de casi todos los males de nuestro tiempo es una gran simplificación.
Cierto es que, según explica la catedrática de Psicología Evolutiva María José Díaz-Aguado en una entrevista de Ignacio Zafra publicada en El País el pasado 15 de diciembre, “(...) El ciberacoso, por un lado, reduce la posibilidad de que la víctima pueda escapar o encontrar un lugar seguro. Y al poder ser compartido rápidamente con más participantes, aumenta el riesgo de que el daño sea extenso y duradero. Desde el punto de vista de quienes acosan, además, hace más difícil que en el acoso presencial que empaticen con la víctima. Aumenta el riesgo de desconexión moral y la sensación de impunidad, lo que puede incrementar la crueldad de las agresiones (...)”. Así y todo, no perdamos de vista, que este factor no es el único que subyace a la violencia entre los jóvenes. Prohibir el uso de los dispositivos digitales y demonizar los medios tecnológicos no es la solución, hay que educar en su uso adecuado y supervisarlo.
Entre los factores que pueden ejercer igual o mayor influencia en la aparición, mantenimiento o agravamiento de comportamientos violentos, menciono algunos de los más significativos:
- La escasa o nula educación de los menores, dentro y fuera del ámbito doméstico, en el manejo de las emociones, en particular en el control de impulsos y la tolerancia a la frustración. En la serie de TV aludida, el pobre padre de Jamie quería ayudarle a superar sus decepciones mutuas llevándolo a entrenar boxeo (sin atraerle al chiquillo esa opción, aparentemente), con un resultado obviamente insatisfactorio. En el instituto, un personal desbordado oscilaba entre la coerción y la pasividad, sufriendo y contribuyendo a la vez a una situación caótica por momentos.
- El equívoco acerca de la naturaleza del estilo educativo democrático, que a veces degenera en permisivo o negligente. Estar pendientes de satisfacer las necesidades de los pequeños es compatible con ponerles límites que aprendan a respetar. Argumentar por ejemplo que no se debe decir nunca “NO” a un niño, porque se traumatiza, es una muestra de esa confusión.
- La falta de autoridad de los que deberían ser algunos de los referentes adultos más importantes de los menores (los propios padres; el profesorado; el personal sanitario; las fuerzas y cuerpos de seguridad, etc.), autoridad a veces deslegitimada por los mismos padres en presencia de los estudiantes: cuando un progenitor cuestiona o desautoriza al otro delante del hijo; cuando increpa o amenaza al tutor del menor por castigarle o ponerle mala nota...
- La pérdida de autoridad moral de algunos adultos presuntamente ejemplares, por sus comportamientos reprochables ante los menores o la ciudadanía en general: un religioso que abusa de sus fieles; un político que engaña y estafa a sus representados; un empresario que explota a sus trabajadores; un docente que se desentiende de alumnado víctima de maltrato o acoso (“porque es mejor que resuelvan sus problemas entre ellos”) o incluso participa activamente humillando en público a un estudiante “diferente”.
- La abundancia de modelos sociales que se muestran agresivos en un entorno cotidiano, recordemos los casos de padres y madres insultando y amenazando a árbitros y jugadores de fútbol menores de edad rivales de sus hijos desde las gradas, saltando al campo incluso, o atacando a otros padres...
- La obsesión por competir y compararse continuamente y la necesidad de recibir la aprobación del grupo de iguales a cualquier precio, hipertrofiada, justo es reconocerlo aquí, por el inmenso escaparate de las redes sociales digitales.
- La ausencia de una educación cívica y una educación sexual y socioafectiva que prevengan los efectos de la exposición prematura e indiscriminada al porno, las actitudes sexistas de los foros que abundan en internet y fuera, y los comportamientos discriminatorios en general.
- El miedo de los jóvenes a un futuro incierto (empleo precario, vivienda inaccesible, guerras y cambio climático, etc.) provoca también frustración y desánimo, acompañados regularmente de una ira mal controlada.
- La disponibilidad de sustancias adictivas con propiedades psicoactivas que reducen aún más el control de los impulsos, la gestión de las emociones y alteran la percepción de la realidad; algunas de las cuales siguen siendo socialmente aceptadas (en según qué latitudes resulta graciosa la primera borrachera de un menor de edad).
Y podría seguir un rato enumerando claves que dan cuenta de por qué la violencia estalla a veces; no he aludido a los factores hormonales y los mecanismos biológicos de la agresividad, que también tienen su papel, ni al déficit creciente de descanso nocturno en los jóvenes, que suele correlacionar con el aumento de la labilidad emocional, la hipersensibilidad, la irritabilidad y la impulsividad. Pero no se trata de hacer aquí un ensayo de una extensión que daría para un libro, sino de detenernos un momento a reflexionar sobre un tema que nos preocupa sobremanera, para intentar entenderlo un poco mejor y tal vez poner de nuestra parte lo que esté en nuestra mano para mejorar la situación, quizá baste con no mirar para otro lado o echar la culpa al vecino...
Ya para ir concluyendo, imaginemos una chica o un chico cualquiera con la autoestima hundida, que sufre o siente el rechazo de los demás de forma continuada en el tiempo. Convengamos en que es carne de cañón para acabar haciéndose daño a sí mismo/a o a los otros. Y en un entorno donde la frustración se “resuelve” a menudo con agresividad, sin que las consecuencias estén claras (si eres menor eres inimputable; a veces la violencia se disculpa, o hasta se alienta y aplaude en determinados círculos y momentos), tenemos servida la tormenta perfecta.
No pretendo dramatizar, esta no es una realidad nueva, la adolescencia siempre se ha caracterizado por ser una etapa de la vida relativamente turbulenta, pero también es una época donde eclosiona el descubrimiento del amor, del placer, de la amistad, es un período donde todo se vive intensamente, también lo bueno...
Lisa Miller, la hermana de Jamie en la serie de Netflix, criada por los mismos padres, formada en el mismo instituto, es una joven educada y agradable, seguro que con sus crisis personales, sus errores y sus secretos, pero más estable emocionalmente en apariencia. Puede que ella hubiera logrado consolar a su hermano cuando Katie lo humilló en las redes, antes de ser apuñalada por aquel. Aconsejándole sobre cómo manejar la situación de otra manera con las chicas. Al mismo tiempo a Katie la podían haber ayudado cuando vulneraron su intimidad por internet, no compartiendo esas fotos de forma masiva, ni haciendo escarnio público de su persona... En fin, como soñar es gratis, no descartemos que otros Jaimies y Katies, que se encuentren ahora en medio de graves conflictos personales sí que logren encontrar salidas más pacíficas a estos con el apoyo de una sociedad más sensible y civilizada. Dejo para el siguiente artículo el abordaje de una serie de pautas cuya adopción permitiría mejorar el panorama.
En eso estamos todas y todos concernidos si habéis tenido el interés de leer este artículo hasta el final, entreverando algún que otro suspiro entre párrafo y párrafo.