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"La mecedora y el Danubio Azul", por Eduardo Riol Hernández

 


A lo largo de mi infancia, mi abuela materna, Purificación, vivió con nosotros durante años. Se vino a casa cuando yo contaba pocos años de edad, supuestamente para ayudar a mi madre con mi hermano recién nacido. La razón principal, sin embargo, era que mi abuela estaba envejeciendo sola tras enviudar en Valencia años atrás, y con su hijo mayor era impensable que se fuera a vivir.

Mi abuela tenía un carácter complicado y era inevitable que se entrometiera antes o después en el matrimonio de mis padres.

En ocasiones advierto a las parejas que acuden al gabinete que vivir bajo el mismo techo que los padres o suegros suele ser una amenaza para su relación, porque incluso cuando se trata de personas afables, como mínimo se pierde intimidad. Aunque, para ser justos, a cambio los mayores nos prestan -según sus posibilidades- apoyo cuidando de los nietos, echando una mano con las tareas del hogar, contribuyendo a los gastos domésticos, etc. Sin olvidar que a veces ocurre al revés: tras las crisis económicas de las últimas décadas, más de una vez son las parejas jóvenes con hijos las que se acoplan al domicilio paterno. En cualquier caso, los problemas de convivencia aparecen igualmente.

En el caso concreto de mi familia, mi abuela había tenido a mi madre con cuarenta y dos años y cuando se vino a vivir a Cádiz con nosotros rondaba los setenta. Setenta años de una viuda que iba con el siglo, nacida en 1900, con la mentalidad de entonces; una mujer de carácter seco, si no agrio, metida en la casa de su hija, también de temperamento fuerte, con la que nunca se había llevado precisamente bien.

Al principio mi padre trató de contemporizar con su suegra durante un tiempo, pero su esfuerzo fue inútil. Cuando las desavenencias se recrudecieron mi madre le dio un ultimátum a mi abuela y esta, herida en su orgullo, decidió mudarse a una residencia de mayores llevada por monjas. Allí duró unas pocas semanas, no porque falleciera repentinamente, sino porque a mis padres les remordía la conciencia y en una visita la animaron a regresar a casa. Craso error, según se vio luego. El tiempo que mi abuela pasó en la residencia íbamos a verla cada semana, el trato con mis padres mejoró y allí estaba bien atendida por las monjitas. A su vuelta a casa el deterioro de la convivencia no tardó en resurgir.

Esta vez mi padre optó por dejar de dirigirle la palabra. Así se pasaron largas temporadas, sin hablarse y evitándose todo lo que podían, lo que no impedía que mi abuela siguiera metiendo cizaña por lo bajini. Mis padres se separaron y posteriormente divorciaron varios años después. No pretendo insinuar que la causante de la ruptura fuera “doña Pura”, como la llamaban en el barrio. Claro que algo influyó, además de otros factores que contribuyeron de forma determinante al alejamiento progresivo e irreversible de mis padres, como la muerte de mi hermano Alfonsito en cuarenta y ocho horas por una meningitis galopante con solo cuatro años (entonces yo contaba cinco y unos meses, y ahí se puede decir que acabó mi infancia; tras un bofetón de realidad de tal magnitud nunca llegas a recuperarte del todo). Mis padres no supieron apoyarse mutuamente y pasaron el duelo cada uno a su manera; mi padre se refugió en el trabajo y mi madre en la Iglesia, aunque ninguno de estos consuelos llegó a serlo realmente ni duró demasiado. Mi abuela en ese período estuvo prudente y además se volcó ayudando en casa, siempre desde una ostensible distancia emocional. Años después, no obstante, vinieron al mundo mis otros dos hermanos, que trajeron nuevas alegrías a la familia, aunque lamentablemente no bastaron para una verdadera reconciliación de mis padres. Me daba lástima por mis hermanos, que se perdieron la primera época relativamente feliz de nuestros padres. Guardo como oro en paño un recuerdo de los cuatro (Alfonsito era el cuarto, mi abuela no acostumbraba a venir) cantando “Los duros antiguos” en el coche, de excursión por los pueblos blancos…

Regresando al tiempo en que los dos retoños aparecen en escena, imaginad una casa donde los adultos apenas se hablan y, cuando lo hacen, a menudo es para discutir. Los pequeños notan que algo no va bien, pero se distraen con sus juegos infantiles y sus peleas de hermanos. Y el primogénito, un viejo disfrazado de adolescente, se pasa el tiempo debatiéndose entre sus propios conflictos y los del resto. Ocasionalmente mis padres se desahogaban charlando conmigo (eran más bien monólogos), cada uno por un lado criticándome al otro. Yo me prestaba a medias, hasta donde me sentía capaz, temiendo que aquello saltara por los aires antes o después.

No quiero adoptar el papel de víctima en solitario, pues todos lo fuimos; ni de hijo modelo, porque tampoco lo era. Sobre el lado menos edificante de mi actitud en aquella época hay algo de lo que me arrepiento especialmente: mi madre quiso separarse por primera vez de mi padre cuando yo tenía trece años, y cometió el error de pedirme opinión: Yo le respondí que "ni pensarlo". Como si yo tuviera derecho a condenar a mi madre, y por extensión a mi padre -aunque él no se planteara la ruptura-, a ser infeliz el resto de su vida; ella tenía entonces treinta y siete años. Podría habernos ahorrado un buen montón de años de discusiones y quebrantos. Yo era bastante maduro para mi corta edad, pero no lo suficiente para tal acto de valentía y generosidad. No estaba preparado aún para apoyar a mi madre en lo que yo interpretaba equivocadamente como la destrucción de la familia. Años más tarde mi postura cambió; antes fui testigo de varias depresiones de mi madre.

Otro aspecto de mi conducta que lamento es haber tratado mal a mi abuela Pura, faltándole al respeto con mis burlas y desprecios, medio en broma medio en serio, no sé si como válvula de escape, o simplemente porque era un "malaje", como se dice en mi tierra.  El caso es que los dos nos lanzábamos pullas y nos decíamos lindezas más a menudo de lo que quisiera recordar durante muchos de aquellos años. Y sin embargo, yo intuía y luego supe con certeza que mi abuela tenía pasión por mí y yo, por mi parte,  la llegué a querer como a pocas personas he querido. Ella me lo demostraba a su manera: de pequeño me daba a escondidas frutos secos y golosinas que guardaba en su cuarto reservados solo para nosotros dos. Me daba dinero para el desayuno cuando iba al instituto, que yo guardaba para comprarme libros y cómics a costa de pasar un poco de hambre. Cuando me marché a Granada para estudiar la carrera siguió ayudándome, comprándome ropa y complementando la ayuda que me daban mis padres para mis gastos.

 Ella no tenía otro modo de expresar su cariño, y yo por mi parte, que también era más bien arisco con buena parte de la familia, se lo agradecía portándome mejor con ella, más al pasar los años, pues cada vez estaba más frágil de salud. Cuando esta se resintió drásticamente tras cumplir los noventa y la vida se le escapaba por momentos, estuvo esperando a que yo pudiera coger un permiso de mi trabajo en Granada para despedirse de mí. La misma noche del día en que llegué a Cádiz para verla por última vez me quedé a su lado, sus ojos brillaron al verme y con un hilo de voz me dijo “Hijo mío, ¡cuánto cuesta morirse!”. Unas horas después, de madrugada, mi abuela descansó por fin; falleció cogida de mi mano.

Yo tenía veintitrés años, a punto de ser padre por vez primera, y ese día volví a sentir que algo se rompía muy dentro de mí despertando un viejo dolor agazapado en un rincón de mi alma desde hacía dieciocho años. El niño desconsolado que asomaba en ese momento a la superficie de mi conciencia luchaba con las lágrimas empeñado en creer por un instante que mi abuela se había reunido con mi hermano Alfonso en alguna estrella o nube desde la que velaban por los que seguíamos temporalmente aquí abajo, un poco más solos que antes.

Recuerdo esos días a mi madre tan triste como agotada y hasta mi padre, que tantos años de beligerancia había padecido con mi abuela, emocionado y apesadumbrado por su muerte, sin saber que él la seguiría pronto, quizás a una nube o estrella vecina, a los cincuenta y seis años, edad que yo ahora acabo de superar.

Hace ya muchos años que me faltan los dos y aún conservo vagos recuerdos de sus numerosos desencuentros. Sin embargo, cada uno de enero acude a mi mente con nitidez la imagen de mi abuela en su mecedora y mi padre en una butaca próxima, viendo por la tele el concierto de Año Nuevo de la Ópera de Viena. Durante unas horas firmaban tácitamente una tregua, unidos por su amor a la música clásica y a la tradición. Y así es como me gusta recordarlos mientras suena de fondo mi vals preferido, el “Danubio Azul”.

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Tras la lectura de este fragmento de mi vida, que comparto aquí hoy sin filtros, habréis podido adivinar algunas de las razones por las que mi vocación se encaminó a la psicología y a la orientación y la terapia familiar.

De nuevo, uno de mis escritos ha quedado algo más lacrimógeno de lo que me gustaría, con el agravante de que se trataba de mi propia historia. No era mi intención deprimiros ni daros pena, sino mostrar la vida tal como es, a fin de aprender juntos a aceptar lo inevitable, a combatir lo evitable, a disfrutar más de los momentos felices y a afrontar con el menor sufrimiento posible los aciagos.  Espero haberlo logrado, al menos un poquito.