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“¿Estamos creando monstruos? La adolescencia, más allá de una serie de Netflix”, por Eduardo Riol Hernández

  
Tomado de pexels.com. Foto de “Mati Mango”


 (Advertencia de “spoilers”)

“¡Mis hijos no son monstruos! En todo caso, los del vecino…”                                                                        PADRE ANÓNIMO

Durante las últimas semanas la historia de Jamie Miller ha saltado de la ficción a nuestros hogares con tanto interés como alarma. Un chico de trece años que procede de una familia “normal” resulta ser el asesino de una compañera del instituto. Un muchacho de aspecto frágil y angelical, ha de ser un error.

No proviene de un hogar desestructurado, con padres maltratadores o negligentes, alcohólicos o adictos a otras drogas. Tampoco hay un historial previo de violencia en su entorno doméstico ni del propio chaval. ¿Cómo ha podido ocurrir?

Tal vez se nos olvida que pocos días antes del impacto de esta serie británica nos sacudió la noticia del estrangulamiento de una educadora social por parte de varios adolescentes que sí tenían antecedentes pero que también procedían de familias normativas, lo mismo que el chorreo de casos de agresiones y violaciones grupales que empiezan a ser algo habitual entre jóvenes menores de edad (últimos casos conocidos en Santander, Almendralejo…) Y estas son historias de la vida real y de aquí al lado.

¿Será verdad entonces que estamos creando -o criando- monstruos?

Seguramente no nos daremos por aludidos, como el padre anónimo de antes. La mayor parte del tiempo pensaremos en nuestros hijos e hijas como seres inocentes, si acaso víctimas potenciales, nunca verdugos. Y esto puede ser seguramente una parte del problema...

Pero si queremos poder responder con realismo a la pregunta en cuestión hay que matizar la dimensión del problema: a pesar de la frecuencia cada vez mayor de episodios de violencia grave, en un país como el nuestro, con cerca de veinte mil centros educativos y alrededor de nueve millones de estudiantes no universitarios, los hechos que nutren las noticias de sucesos y los que inspiran series como “Adolescencia” no son representativos de la mayoría de los niños y jóvenes escolarizados en España, sino de una mínima parte de ellos. Esto no supone negar ni quitarle importancia a estos casos que ya son demasiados a partir del primero que se produce, sino la constatación de la magnitud real de este fenómeno en su manifestación más extrema.

(Una madre lectora suspira de alivio)

Acto seguido, sin embargo,  procede matizar lo antes matizado aseverando que otras violencias de intensidad baja o moderada sí están mucho más generalizadas y que estas pueden derivar eventualmente en las de índole más severa. Existen múltiples formas y grados de acoso dentro y fuera del ámbito escolar perpetrado a menudo por “compañeros” que pueden llegar a hacer mucho daño aunque no los identifiquemos como monstruos.

(La madre retira el suspiro)

Para mantener el propósito de hacer un diagnóstico más certero del tema es pertinente añadir que las causas de las diferentes manifestaciones de la violencia en edades tempranas, durante la niñez y la adolescencia, son numerosas y variadas; obedecen a una realidad compleja en la que interactúan muchos factores. Por tanto, aunque las redes sociales virtuales influyan en este fenómeno, atribuirles el origen poco menos que de casi todos los males de nuestro tiempo es una gran simplificación.

Cierto es que, según explica la catedrática de Psicología Evolutiva María José Díaz-Aguado en una entrevista de Ignacio Zafra publicada en El País el pasado 15 de diciembre, “(...) El ciberacoso, por un lado, reduce la posibilidad de que la víctima pueda escapar o encontrar un lugar seguro. Y al poder ser compartido rápidamente con más participantes, aumenta el riesgo de que el daño sea extenso y duradero. Desde el punto de vista de quienes acosan, además, hace más difícil que en el acoso presencial que empaticen con la víctima. Aumenta el riesgo de desconexión moral y la sensación de impunidad, lo que puede incrementar la crueldad de las agresiones (...)”. Así y todo, no perdamos de vista, que este factor no es el único que subyace a la violencia entre los jóvenes. Prohibir el uso de los dispositivos digitales y demonizar los medios tecnológicos no es la solución, hay que educar en su uso adecuado y supervisarlo.

Entre los factores que pueden ejercer igual o mayor influencia en la aparición, mantenimiento o agravamiento de comportamientos violentos, menciono algunos de los más significativos:

- La escasa o nula educación de los menores, dentro y fuera del ámbito doméstico, en el manejo de las emociones, en particular en el control de impulsos y la tolerancia a la frustración. En la serie de TV aludida, el pobre padre de Jamie quería ayudarle a superar sus decepciones mutuas llevándolo a entrenar boxeo (sin atraerle al chiquillo esa opción, aparentemente), con un resultado obviamente insatisfactorio. En el instituto, un personal desbordado oscilaba entre la coerción y la pasividad, sufriendo y contribuyendo a la vez a una situación caótica por momentos.

- El equívoco acerca de la naturaleza del estilo educativo democrático, que a veces degenera en permisivo o negligente. Estar pendientes de satisfacer las necesidades de los pequeños es compatible con ponerles límites que aprendan a respetar. Argumentar por ejemplo que no se debe decir nunca “NO” a un niño, porque se traumatiza, es una muestra de esa confusión.  

-  La falta de autoridad de los que deberían ser algunos de los referentes adultos más importantes de los menores (los propios padres; el profesorado; el personal sanitario; las fuerzas y cuerpos de seguridad, etc.), autoridad a veces deslegitimada por los mismos padres en presencia de los estudiantes: cuando un progenitor cuestiona o desautoriza al otro delante del hijo; cuando increpa o amenaza al tutor del menor por castigarle o ponerle mala nota...

- La pérdida de autoridad moral de algunos adultos presuntamente ejemplares, por sus comportamientos reprochables ante los menores o la ciudadanía en general: un religioso que abusa de sus fieles; un político que engaña y estafa a sus representados; un empresario que explota a sus trabajadores; un docente que se desentiende de alumnado víctima de maltrato o acoso (“porque es mejor que resuelvan sus problemas entre ellos”) o incluso participa activamente humillando en público a un estudiante “diferente”.

- La abundancia de modelos sociales que se muestran agresivos en un entorno cotidiano, recordemos los casos de padres y madres insultando y amenazando a árbitros y jugadores de fútbol menores de edad rivales de sus hijos desde las gradas, saltando al campo incluso, o atacando a otros padres...

- La obsesión por competir y compararse continuamente y la necesidad de recibir la aprobación del grupo de iguales a cualquier precio, hipertrofiada, justo es reconocerlo aquí, por el inmenso escaparate de las redes sociales digitales.

- La ausencia de una educación cívica y una educación sexual y socioafectiva que prevengan los efectos de la exposición prematura e indiscriminada al porno, las actitudes sexistas de los foros que abundan en internet y fuera, y los comportamientos discriminatorios en general.

- El miedo de los jóvenes a un futuro incierto (empleo precario, vivienda inaccesible, guerras y cambio climático, etc.) provoca también frustración y desánimo, acompañados regularmente de una ira mal controlada.

- La disponibilidad de sustancias adictivas con propiedades psicoactivas que reducen aún más el control de los impulsos,  la gestión de las emociones y alteran la percepción de la realidad; algunas de las cuales siguen siendo socialmente aceptadas (en según qué latitudes resulta graciosa la primera borrachera de un menor de edad).

Y podría seguir un rato enumerando claves que dan cuenta de por qué la violencia estalla a veces; no he aludido a los factores hormonales y los mecanismos biológicos de la agresividad, que también tienen su papel, ni al déficit creciente de descanso nocturno en los jóvenes, que suele correlacionar con el aumento de la labilidad emocional, la hipersensibilidad, la irritabilidad y la impulsividad. Pero no se trata de hacer aquí un ensayo de una extensión que daría para un libro, sino de detenernos un momento a reflexionar sobre un tema que nos preocupa sobremanera, para intentar entenderlo un poco mejor y tal vez poner de nuestra parte lo que esté en nuestra mano para mejorar la situación, quizá baste con no mirar para otro lado o echar la culpa al vecino...

Ya para ir concluyendo, imaginemos una chica o un chico cualquiera con la autoestima hundida, que sufre o siente el rechazo de los demás de forma continuada en el tiempo. Convengamos en que es carne de cañón para acabar haciéndose daño a sí mismo/a o a los otros. Y en un entorno donde la frustración se “resuelve” a menudo con agresividad, sin que las consecuencias estén claras (si eres menor eres inimputable; a veces la violencia se disculpa, o hasta se alienta y aplaude en determinados círculos y momentos), tenemos servida la tormenta perfecta. 

No pretendo dramatizar, esta no es una realidad nueva, la adolescencia siempre se ha caracterizado por ser una etapa de la vida relativamente turbulenta, pero también es una época en la que eclosiona el descubrimiento del amor, del placer, de la amistad, es un período donde todo se vive intensamente, también lo bueno...

Lisa Miller, la hermana de Jamie en la serie de Netflix, criada por los mismos padres, formada en el mismo instituto, es una joven educada y agradable, seguro que con sus crisis personales, sus errores y sus secretos, pero más estable emocionalmente en apariencia. Puede que ella hubiera logrado consolar a su hermano cuando Katie lo humilló en las redes, antes de ser apuñalada por aquel. Aconsejándole sobre cómo manejar la situación de otra manera con las chicas. Al mismo tiempo a Katie la podían haber ayudado cuando vulneraron su intimidad por internet, no compartiendo esas fotos de forma masiva, ni haciendo escarnio público de su persona... En fin, como soñar es gratis, no descartemos que otros Jaimies y Katies, que se encuentren ahora en medio de graves conflictos personales sí que logren encontrar salidas más pacíficas a estos con el apoyo de una sociedad más sensible y civilizada. Dejo para el siguiente artículo el abordaje de una serie de  pautas cuya adopción permitiría mejorar el panorama.

En eso estamos todas y todos concernidos si habéis tenido el interés de leer este artículo hasta el final, entreverando algún que otro suspiro entre párrafo y párrafo.

"La mecedora y el Danubio Azul", por Eduardo Riol Hernández

 


A lo largo de mi infancia, mi abuela materna, Purificación, vivió con nosotros durante años. Se vino a casa cuando yo contaba pocos años de edad, supuestamente para ayudar a mi madre con mi hermano recién nacido. La razón principal, sin embargo, era que mi abuela estaba envejeciendo sola tras enviudar en Valencia años atrás, y con su hijo mayor era impensable que se fuera a vivir.

Mi abuela tenía un carácter complicado y era inevitable que se entrometiera antes o después en el matrimonio de mis padres.

En ocasiones advierto a las parejas que acuden al gabinete que vivir bajo el mismo techo que los padres o suegros suele ser una amenaza para su relación, porque incluso cuando se trata de personas afables, como mínimo se pierde intimidad. Aunque, para ser justos, a cambio los mayores nos prestan -según sus posibilidades- apoyo cuidando de los nietos, echando una mano con las tareas del hogar, contribuyendo a los gastos domésticos, etc. Sin olvidar que a veces ocurre al revés: tras las crisis económicas de las últimas décadas, más de una vez son las parejas jóvenes con hijos las que se acoplan al domicilio paterno. En cualquier caso, los problemas de convivencia aparecen igualmente.

En el caso concreto de mi familia, mi abuela había tenido a mi madre con cuarenta y dos años y cuando se vino a vivir a Cádiz con nosotros rondaba los setenta. Setenta años de una viuda que iba con el siglo, nacida en 1900, con la mentalidad de entonces; una mujer de carácter seco, si no agrio, metida en la casa de su hija, también de temperamento fuerte, con la que nunca se había llevado precisamente bien.

Al principio mi padre trató de contemporizar con su suegra durante un tiempo, pero su esfuerzo fue inútil. Cuando las desavenencias se recrudecieron mi madre le dio un ultimátum a mi abuela y esta, herida en su orgullo, decidió mudarse a una residencia de mayores llevada por monjas. Allí duró unas pocas semanas, no porque falleciera repentinamente, sino porque a mis padres les remordía la conciencia y en una visita la animaron a regresar a casa. Craso error, según se vio luego. El tiempo que mi abuela pasó en la residencia íbamos a verla cada semana, el trato con mis padres mejoró y allí estaba bien atendida por las monjitas. A su vuelta a casa el deterioro de la convivencia no tardó en resurgir.

Esta vez mi padre optó por dejar de dirigirle la palabra. Así se pasaron largas temporadas, sin hablarse y evitándose todo lo que podían, lo que no impedía que mi abuela siguiera metiendo cizaña por lo bajini. Mis padres se separaron y posteriormente divorciaron varios años después. No pretendo insinuar que la causante de la ruptura fuera “doña Pura”, como la llamaban en el barrio. Claro que algo influyó, además de otros factores que contribuyeron de forma determinante al alejamiento progresivo e irreversible de mis padres, como la muerte de mi hermano Alfonsito en cuarenta y ocho horas por una meningitis galopante con solo cuatro años (entonces yo contaba cinco y unos meses, y ahí se puede decir que acabó mi infancia; tras un bofetón de realidad de tal magnitud nunca llegas a recuperarte del todo). Mis padres no supieron apoyarse mutuamente y pasaron el duelo cada uno a su manera; mi padre se refugió en el trabajo y mi madre en la Iglesia, aunque ninguno de estos consuelos llegó a serlo realmente ni duró demasiado. Mi abuela en ese período estuvo prudente y además se volcó ayudando en casa, siempre desde una ostensible distancia emocional. Años después, no obstante, vinieron al mundo mis otros dos hermanos, que trajeron nuevas alegrías a la familia, aunque lamentablemente no bastaron para una verdadera reconciliación de mis padres. Me daba lástima por mis hermanos, que se perdieron la primera época relativamente feliz de nuestros padres. Guardo como oro en paño un recuerdo de los cuatro (Alfonsito era el cuarto, mi abuela no acostumbraba a venir) cantando “Los duros antiguos” en el coche, de excursión por los pueblos blancos…

Regresando al tiempo en que los dos retoños aparecen en escena, imaginad una casa donde los adultos apenas se hablan y, cuando lo hacen, a menudo es para discutir. Los pequeños notan que algo no va bien, pero se distraen con sus juegos infantiles y sus peleas de hermanos. Y el primogénito, un viejo disfrazado de adolescente, se pasa el tiempo debatiéndose entre sus propios conflictos y los del resto. Ocasionalmente mis padres se desahogaban charlando conmigo (eran más bien monólogos), cada uno por un lado criticándome al otro. Yo me prestaba a medias, hasta donde me sentía capaz, temiendo que aquello saltara por los aires antes o después.

No quiero adoptar el papel de víctima en solitario, pues todos lo fuimos; ni de hijo modelo, porque tampoco lo era. Sobre el lado menos edificante de mi actitud en aquella época hay algo de lo que me arrepiento especialmente: mi madre quiso separarse por primera vez de mi padre cuando yo tenía trece años, y cometió el error de pedirme opinión: Yo le respondí que "ni pensarlo". Como si yo tuviera derecho a condenar a mi madre, y por extensión a mi padre -aunque él no se planteara la ruptura-, a ser infeliz el resto de su vida; ella tenía entonces treinta y siete años. Podría habernos ahorrado un buen montón de años de discusiones y quebrantos. Yo era bastante maduro para mi corta edad, pero no lo suficiente para tal acto de valentía y generosidad. No estaba preparado aún para apoyar a mi madre en lo que yo interpretaba equivocadamente como la destrucción de la familia. Años más tarde mi postura cambió; antes fui testigo de varias depresiones de mi madre.

Otro aspecto de mi conducta que lamento es haber tratado mal a mi abuela Pura, faltándole al respeto con mis burlas y desprecios, medio en broma medio en serio, no sé si como válvula de escape, o simplemente porque era un "malaje", como se dice en mi tierra.  El caso es que los dos nos lanzábamos pullas y nos decíamos lindezas más a menudo de lo que quisiera recordar durante muchos de aquellos años. Y sin embargo, yo intuía y luego supe con certeza que mi abuela tenía pasión por mí y yo, por mi parte,  la llegué a querer como a pocas personas he querido. Ella me lo demostraba a su manera: de pequeño me daba a escondidas frutos secos y golosinas que guardaba en su cuarto reservados solo para nosotros dos. Me daba dinero para el desayuno cuando iba al instituto, que yo guardaba para comprarme libros y cómics a costa de pasar un poco de hambre. Cuando me marché a Granada para estudiar la carrera siguió ayudándome, comprándome ropa y complementando la ayuda que me daban mis padres para mis gastos.

 Ella no tenía otro modo de expresar su cariño, y yo por mi parte, que también era más bien arisco con buena parte de la familia, se lo agradecía portándome mejor con ella, más al pasar los años, pues cada vez estaba más frágil de salud. Cuando esta se resintió drásticamente tras cumplir los noventa y la vida se le escapaba por momentos, estuvo esperando a que yo pudiera coger un permiso de mi trabajo en Granada para despedirse de mí. La misma noche del día en que llegué a Cádiz para verla por última vez me quedé a su lado, sus ojos brillaron al verme y con un hilo de voz me dijo “Hijo mío, ¡cuánto cuesta morirse!”. Unas horas después, de madrugada, mi abuela descansó por fin; falleció cogida de mi mano.

Yo tenía veintitrés años, a punto de ser padre por vez primera, y ese día volví a sentir que algo se rompía muy dentro de mí despertando un viejo dolor agazapado en un rincón de mi alma desde hacía dieciocho años. El niño desconsolado que asomaba en ese momento a la superficie de mi conciencia luchaba con las lágrimas empeñado en creer por un instante que mi abuela se había reunido con mi hermano Alfonso en alguna estrella o nube desde la que velaban por los que seguíamos temporalmente aquí abajo, un poco más solos que antes.

Recuerdo esos días a mi madre tan triste como agotada y hasta mi padre, que tantos años de beligerancia había padecido con mi abuela, emocionado y apesadumbrado por su muerte, sin saber que él la seguiría pronto, quizás a una nube o estrella vecina, a los cincuenta y seis años, edad que yo ahora acabo de superar.

Hace ya muchos años que me faltan los dos y aún conservo vagos recuerdos de sus numerosos desencuentros. Sin embargo, cada uno de enero acude a mi mente con nitidez la imagen de mi abuela en su mecedora y mi padre en una butaca próxima, viendo por la tele el concierto de Año Nuevo de la Ópera de Viena. Durante unas horas firmaban tácitamente una tregua, unidos por su amor a la música clásica y a la tradición. Y así es como me gusta recordarlos mientras suena de fondo mi vals preferido, el “Danubio Azul”.

*     *     *

Tras la lectura de este fragmento de mi vida, que comparto aquí hoy sin filtros, habréis podido adivinar algunas de las razones por las que mi vocación se encaminó a la psicología y a la orientación y la terapia familiar.

De nuevo, uno de mis escritos ha quedado algo más lacrimógeno de lo que me gustaría, con el agravante de que se trataba de mi propia historia. No era mi intención deprimiros ni daros pena, sino mostrar la vida tal como es, a fin de aprender juntos a aceptar lo inevitable, a combatir lo evitable, a disfrutar más de los momentos felices y a afrontar con el menor sufrimiento posible los aciagos.  Espero haberlo logrado, al menos un poquito.