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"La mecedora y el Danubio Azul", por Eduardo Riol Hernández

 


A lo largo de mi infancia, mi abuela materna, Purificación, vivió con nosotros durante años. Se vino a casa cuando yo contaba pocos años de edad, supuestamente para ayudar a mi madre con mi hermano recién nacido. La razón principal, sin embargo, era que mi abuela estaba envejeciendo sola tras enviudar en Valencia años atrás, y con su hijo mayor era impensable que se fuera a vivir.

Mi abuela tenía un carácter complicado y era inevitable que se entrometiera antes o después en el matrimonio de mis padres.

En ocasiones advierto a las parejas que acuden al gabinete que vivir bajo el mismo techo que los padres o suegros suele ser una amenaza para su relación, porque incluso cuando se trata de personas afables, como mínimo se pierde intimidad. Aunque, para ser justos, a cambio los mayores nos prestan -según sus posibilidades- apoyo cuidando de los nietos, echando una mano con las tareas del hogar, contribuyendo a los gastos domésticos, etc. Sin olvidar que a veces ocurre al revés: tras las crisis económicas de las últimas décadas, más de una vez son las parejas jóvenes con hijos las que se acoplan al domicilio paterno. En cualquier caso, los problemas de convivencia aparecen igualmente.

En el caso concreto de mi familia, mi abuela había tenido a mi madre con cuarenta y dos años y cuando se vino a vivir a Cádiz con nosotros rondaba los setenta. Setenta años de una viuda que iba con el siglo, nacida en 1900, con la mentalidad de entonces; una mujer de carácter seco, si no agrio, metida en la casa de su hija, también de temperamento fuerte, con la que nunca se había llevado precisamente bien.

Al principio mi padre trató de contemporizar con su suegra durante un tiempo, pero su esfuerzo fue inútil. Cuando las desavenencias se recrudecieron mi madre le dio un ultimátum a mi abuela y esta, herida en su orgullo, decidió mudarse a una residencia de mayores llevada por monjas. Allí duró unas pocas semanas, no porque falleciera repentinamente, sino porque a mis padres les remordía la conciencia y en una visita la animaron a regresar a casa. Craso error, según se vio luego. El tiempo que mi abuela pasó en la residencia íbamos a verla cada semana, el trato con mis padres mejoró y allí estaba bien atendida por las monjitas. A su vuelta a casa el deterioro de la convivencia no tardó en resurgir.

Esta vez mi padre optó por dejar de dirigirle la palabra. Así se pasaron largas temporadas, sin hablarse y evitándose todo lo que podían, lo que no impedía que mi abuela siguiera metiendo cizaña por lo bajini. Mis padres se separaron y posteriormente divorciaron varios años después. No pretendo insinuar que la causante de la ruptura fuera “doña Pura”, como la llamaban en el barrio. Claro que algo influyó, además de otros factores que contribuyeron de forma determinante al alejamiento progresivo e irreversible de mis padres, como la muerte de mi hermano Alfonsito en cuarenta y ocho horas por una meningitis galopante con solo cuatro años (entonces yo contaba cinco y unos meses, y ahí se puede decir que acabó mi infancia; tras un bofetón de realidad de tal magnitud nunca llegas a recuperarte del todo). Mis padres no supieron apoyarse mutuamente y pasaron el duelo cada uno a su manera; mi padre se refugió en el trabajo y mi madre en la Iglesia, aunque ninguno de estos consuelos llegó a serlo realmente ni duró demasiado. Mi abuela en ese período estuvo prudente y además se volcó ayudando en casa, siempre desde una ostensible distancia emocional. Años después, no obstante, vinieron al mundo mis otros dos hermanos, que trajeron nuevas alegrías a la familia, aunque lamentablemente no bastaron para una verdadera reconciliación de mis padres. Me daba lástima por mis hermanos, que se perdieron la primera época relativamente feliz de nuestros padres. Guardo como oro en paño un recuerdo de los cuatro (Alfonsito era el cuarto, mi abuela no acostumbraba a venir) cantando “Los duros antiguos” en el coche, de excursión por los pueblos blancos…

Regresando al tiempo en que los dos retoños aparecen en escena, imaginad una casa donde los adultos apenas se hablan y, cuando lo hacen, a menudo es para discutir. Los pequeños notan que algo no va bien, pero se distraen con sus juegos infantiles y sus peleas de hermanos. Y el primogénito, un viejo disfrazado de adolescente, se pasa el tiempo debatiéndose entre sus propios conflictos y los del resto. Ocasionalmente mis padres se desahogaban charlando conmigo (eran más bien monólogos), cada uno por un lado criticándome al otro. Yo me prestaba a medias, hasta donde me sentía capaz, temiendo que aquello saltara por los aires antes o después.

No quiero adoptar el papel de víctima en solitario, pues todos lo fuimos; ni de hijo modelo, porque tampoco lo era. Sobre el lado menos edificante de mi actitud en aquella época hay algo de lo que me arrepiento especialmente: mi madre quiso separarse por primera vez de mi padre cuando yo tenía trece años, y cometió el error de pedirme opinión: Yo le respondí que "ni pensarlo". Como si yo tuviera derecho a condenar a mi madre, y por extensión a mi padre -aunque él no se planteara la ruptura-, a ser infeliz el resto de su vida; ella tenía entonces treinta y siete años. Podría habernos ahorrado un buen montón de años de discusiones y quebrantos. Yo era bastante maduro para mi corta edad, pero no lo suficiente para tal acto de valentía y generosidad. No estaba preparado aún para apoyar a mi madre en lo que yo interpretaba equivocadamente como la destrucción de la familia. Años más tarde mi postura cambió; antes fui testigo de varias depresiones de mi madre.

Otro aspecto de mi conducta que lamento es haber tratado mal a mi abuela Pura, faltándole al respeto con mis burlas y desprecios, medio en broma medio en serio, no sé si como válvula de escape, o simplemente porque era un "malaje", como se dice en mi tierra.  El caso es que los dos nos lanzábamos pullas y nos decíamos lindezas más a menudo de lo que quisiera recordar durante muchos de aquellos años. Y sin embargo, yo intuía y luego supe con certeza que mi abuela tenía pasión por mí y yo, por mi parte,  la llegué a querer como a pocas personas he querido. Ella me lo demostraba a su manera: de pequeño me daba a escondidas frutos secos y golosinas que guardaba en su cuarto reservados solo para nosotros dos. Me daba dinero para el desayuno cuando iba al instituto, que yo guardaba para comprarme libros y cómics a costa de pasar un poco de hambre. Cuando me marché a Granada para estudiar la carrera siguió ayudándome, comprándome ropa y complementando la ayuda que me daban mis padres para mis gastos.

 Ella no tenía otro modo de expresar su cariño, y yo por mi parte, que también era más bien arisco con buena parte de la familia, se lo agradecía portándome mejor con ella, más al pasar los años, pues cada vez estaba más frágil de salud. Cuando esta se resintió drásticamente tras cumplir los noventa y la vida se le escapaba por momentos, estuvo esperando a que yo pudiera coger un permiso de mi trabajo en Granada para despedirse de mí. La misma noche del día en que llegué a Cádiz para verla por última vez me quedé a su lado, sus ojos brillaron al verme y con un hilo de voz me dijo “Hijo mío, ¡cuánto cuesta morirse!”. Unas horas después, de madrugada, mi abuela descansó por fin; falleció cogida de mi mano.

Yo tenía veintitrés años, a punto de ser padre por vez primera, y ese día volví a sentir que algo se rompía muy dentro de mí despertando un viejo dolor agazapado en un rincón de mi alma desde hacía dieciocho años. El niño desconsolado que asomaba en ese momento a la superficie de mi conciencia luchaba con las lágrimas empeñado en creer por un instante que mi abuela se había reunido con mi hermano Alfonso en alguna estrella o nube desde la que velaban por los que seguíamos temporalmente aquí abajo, un poco más solos que antes.

Recuerdo esos días a mi madre tan triste como agotada y hasta mi padre, que tantos años de beligerancia había padecido con mi abuela, emocionado y apesadumbrado por su muerte, sin saber que él la seguiría pronto, quizás a una nube o estrella vecina, a los cincuenta y seis años, edad que yo ahora acabo de superar.

Hace ya muchos años que me faltan los dos y aún conservo vagos recuerdos de sus numerosos desencuentros. Sin embargo, cada uno de enero acude a mi mente con nitidez la imagen de mi abuela en su mecedora y mi padre en una butaca próxima, viendo por la tele el concierto de Año Nuevo de la Ópera de Viena. Durante unas horas firmaban tácitamente una tregua, unidos por su amor a la música clásica y a la tradición. Y así es como me gusta recordarlos mientras suena de fondo mi vals preferido, el “Danubio Azul”.

*     *     *

Tras la lectura de este fragmento de mi vida, que comparto aquí hoy sin filtros, habréis podido adivinar algunas de las razones por las que mi vocación se encaminó a la psicología y a la orientación y la terapia familiar.

De nuevo, uno de mis escritos ha quedado algo más lacrimógeno de lo que me gustaría, con el agravante de que se trataba de mi propia historia. No era mi intención deprimiros ni daros pena, sino mostrar la vida tal como es, a fin de aprender juntos a aceptar lo inevitable, a combatir lo evitable, a disfrutar más de los momentos felices y a afrontar con el menor sufrimiento posible los aciagos.  Espero haberlo logrado, al menos un poquito.



 


"Futurofobia. Ensayo, fábula y delirio". Por Eduardo Riol Hernández



Imagen del cuadro "El Grito", de Edvard Münch


Se acerca el final...

— ¿El Apocalipsis?

­­ — ¡El final del otoño!

*   *   *

“Winter is coming…” (Se avecina el invierno)

— ¡Qué bien que llega la nieve, podremos jugar con los trineos!

—¡Ay, Dios, muchas personas sin hogar morirán de hipotermia!

— ¡Jon Snow nos salvará, con permiso de la reina dragón!

*   *   *

No, no os estoy tomando el pelo. Solo que he querido empezar de un modo diferente -un tanto frívolo, lo reconozco- otro artículo más donde nuestros miedos acaparan el protagonismo. Me tentaba abordar el asunto con una pizca de humor friki, con guiño incluido a quienes seguíais como yo la serie “Juego de Tronos”. Así restamos cierto dramatismo al tema, más después de ilustrarlo con una imagen tan impactante como la del famoso cuadro “El Grito”, de mi tocayo Edvard Münch.

El título, la imagen y la introducción de esta nueva entrega despistan bastante, pero enseguida vamos a ver que están relacionados.

He tomado prestado el término “futurofobia”, un neologismo que da nombre a un interesante y oportuno libro del periodista y escritor Héctor García Barnés, para referirme en parte a lo que el autor define como “sustituir la ilusión por el pesimismo”, solo que poniendo en mi caso mayor énfasis en el temor a lo que está por venir en un mundo sin porvenir, valga el juego de palabras.

El cuadro de Münch se presta a muchas interpretaciones. Se dice que quien grita es la Naturaleza, no el hombre del primer plano, que en realidad se tapa los oídos o se echa las manos a la cabeza ante un estruendo ensordecedor. Pero,  ¿por qué gritan la una, el otro, o ambos? De alegría no parece. El paisaje sugiere un torrente, un abismo o un torbellino amenazante con un horizonte en llamas al fondo; el hombre huye angustiado por esa pasarela por donde desfilan otras siluetas con gesto impasible. El grito, los gritos, pueden ser de pánico o desesperación, de rabia o de dolor, o tal vez de todo eso junto.

Y volvemos al miedo al futuro, frente a peligros anunciados o inciertos. Un futuro que ya está presente porque ya está sucediendo o porque lo anticipamos. Un futuro que ya sufrimos en sus diversas manifestaciones, como la llamada eco-ansiedad, ante los malos augurios del cambio climático y la ocurrencia de desastres “naturales” cada vez más frecuentes y extendidos; o la creciente inquietud derivada del convulso panorama de polarización, extremismo y violencia en todos los órdenes de la vida (moral, social, económico y político) a escala internacional.

No es de extrañar, pues, que jóvenes y mayores coincidan a menudo en el rechazo a enterarse de lo que pasa, que eviten en lo posible saturarse de malas noticias que nutren la actualidad. Sin olvidar que abunda la desinformación, los bulos que deforman, exageran o se inventan directamente una “realidad” alternativa, que nos crispa y amedrenta aún más. Otros por el contrario se convierten en consumidores compulsivos de noticias o pseudo-noticias de catástrofes varias. Terminamos pensando que todo está mal y aún puede empeorar.

Y si descendemos al plano de la vida cotidiana y concreta de cada cual y ponemos el foco en las jóvenes generaciones que han vivido una relativa abundancia y de pronto se ven abocadas a una reducción drástica de su poder adquisitivo, presenciamos el drama de una juventud frustrada,  obligada a permanecer indefinidamente en casa de sus padres o  a compartir piso de alquiler como estudiantes talluditos, sin poder emanciparse aunque trabajen, dada la precariedad del empleo y la situación cercana a la pobreza de no pocos asalariados y autónomos, ante el desfase entre los ingresos y el coste de la vida. ¿A quién le quedan ganas de formar una familia en estas circunstancias?

*   *   *

— “¡Me estoy rayaaaandoooo!!!”, protesta una joven graduada en paro mientras lee.

— Perdona, la he fastidiado. Mi intención era hacer un relato desenfadado del asunto.

— ¡¿Con el dichoso cuadro ese encabezando el artículo?!

— No te falta razón. Lo peor es que he acabado convirtiéndome en otro agorero de turno, y podría seguir aventurando desgracias sin esforzarme demasiado.

—¡Socorroooo! ¿Dónde está Jon Nieve?

*   *   *

 Pero no caigamos en el error de pensar que esto es nuevo de ahora, en mayor o menor medida ha ocurrido siempre. La impresión de que la Humanidad va a la deriva y de que mil terribles amenazas se ciernen sobre el planeta no es una novedad. Recuerdo sin ir más lejos aquella pintada de mayo del 68 que hoy diríamos se hizo viral: “Dios ha muerto, Marx ha muerto y yo me estoy poniendo muy malito” (versión libre de un grafitero gaditano).

Imaginemos cómo se sentirían los polacos buena parte del siglo XX, invadidos primero por los nazis y luego por los soviéticos, o el conjunto de Europa en el período pre- post- y entre guerras mundiales. ¿Y los humanos que sufrieron terribles epidemias, hambrunas, cataclismos y alguna que otra glaciación, siglos o milenios atrás? ¿Cuántas veces pensarían que aquello era la antesala del fin del mundo?… La Historia está trufada de momentos críticos para la Humanidad a los que esta ha sobrevivido. Tal vez nuestro mayor problema es que podríamos llegar a morir de “éxito”: ¡hemos superado la cifra de ocho mil millones de habitantes!

Sin embargo, los avances de la ciencia y la tecnología, bien empleados, y el fomento de una conciencia moral enfocada al bien colectivo a medio y largo plazo, aún pueden librarnos de una virtual desaparición o de vernos condenados a sobrevivir a duras penas en un escenario distópico. Muchos no tardaremos en respondernos que el ser humano no escarmienta, persevera en sus errores y cada vez tiene más capacidad de autodestrucción, que la razón es débil frente a la ceguera de la avaricia y el egoísmo sin freno. La réplica, sin embargo, llega también pronto: destacados pensadores señalan que un análisis detenido del acontecer humano refleja claramente el progreso imparable que ha tenido lugar en los últimos siglos.

El debate está servido. ¿Ha desaparecido la esclavitud, por ejemplo? Según se mire, hay reductos de diferentes formas de esclavitud diseminados por el orbe, la trata de personas, la explotación laboral…Pero hoy día son mayormente fenómenos residuales y perseguidos. No son hechos generalizados, no los permite la ley ni los aprueba la moral como siglos atrás. Ciertamente a toda reflexión de esta índole se le pueden contraponer matices y excepciones. La diferencia es que en la actualidad los hechos más abominables son eso, excepciones, antes eran la norma.

Ese pobre hombre del cuadro de Münch teme más la indiferencia de sus semejantes, que pasean ajenos al drama que les rodea, que a la amenaza que se fragua a su alrededor.

El impulso de una educación moral inspirada en una ética universal que trascienda ideologías y religiones particulares es un propósito muy ambicioso, algunos pensarán que utópico, pero no debemos renunciar a él.

*   *   *

EPÍLOGO

A lo lejos se oye redoblar los tambores, se intuye el ruido de sables entrechocando… El fogonazo de un dragón cabreado ha dejado calvo y chamuscado al pobre hombrecillo que se desgañita tratando de escapar del cuadro de Münch.

Mientras, un cansino y trasnochado escritor de blogs adormece a sus lectores con un soporífero discurso…

 ¡Un momento, algo ha cambiado! Jon Snow y la Khaleessi han dejado de batirse en un duelo absurdo y letal y se dirigen cogiditos de la mano a la Escuela de Líderes Por la Paz Mundial, fundada por un tal Mahatma Gandhi.

¡Qué alivio, una vez más salvados por la campana!!!

*   *   *

Definitivamente, al autor de estas líneas se le va un poco la pinza de cuando en cuando...

¡Amén!

 

 


"Las cosquillas de la bruja", por Eduardo Riol Hernández

 

Foto de Pedro Dias. Tomado de Pexels.Com

El pequeño de cuatro años trata de dormir a pesar del intenso calor de esa noche de primeros de junio, que anuncia la llegada inminente del verano. Está acostado en la cama de su abuela, por hallarse en la habitación relativamente más fresca de la casa y estar la buena señora pasando unos días en el pueblo. Pero extraña su propia cama y no para de dar vueltas y vueltas aferrado a la sábana -puede más el miedo que el bochorno- hasta que por fin logra adormilarse.

En algún momento de ese sueño agitado el niño despierta con una sensación de angustia: él suele dormir de lado y está notando unas inquietantes cosquillas en la axila más elevada, unas cosquillas recurrentes que se desplazan hacia la tetilla próxima, pero teme moverse y demostrar que está despierto. Tampoco se atreve a abrir los ojos, anticipando el horror de enfrentarse a lo que intuye provoca esas cosquillas, ¡una bruja que le roza la piel con sus largas uñas!...

Una sucesión de gotitas de sudor resbala incesante por el pecho del pequeño, impidiendo que su terrorífica pesadilla cese.

*     *     *

El miedo es una constante en nuestra existencia. Hay miedos atávicos, miedos irracionales, fobias; hay miedo al miedo, análogo de la ansiedad. El miedo paralizante nos impide actuar y nos roba oportunidades de vivir experiencias enriquecedoras. El miedo cerval nos impulsa a la ciega huida o a la violencia atroz. Por tratar de evitar el dolor y el sufrimiento extremos llegamos a perder el juicio.

Sin embargo, el miedo es necesario en nuestras vidas. Un miedo racional y controlado nos hace estar alerta, prever amenazas, esquivar peligros, nos hace ser más prudentes. ¿Por qué no aceptamos entonces que hemos de convivir con el miedo, familiarizarnos con él, y hacerlo nuestro aliado en la medida de lo posible?

*     *     *

Muchos veranos sofocantes y muchas pesadillas después, ese niño, ya adolescente, descubrió la verdadera naturaleza de la temible bruja. Una de esas noches en las que el sudor le produjo el mismo cosquilleo estando entre el sueño y la vigilia, evocó repentinamente aquella pretérita sensación de terror, pero esta vez un residuo de conciencia le permitió identificar el origen de esas “cosquillas”, produciendo en él una amalgama de sentimientos encontrados: alivio, rabia, satisfacción, vergüenza…

*     *     *

A ese niño o esa niña cuyos miedos crecen a la par que su conciencia del mundo y su imaginación le podemos ayudar enseñándole a manejar sus miedos con paciencia y comprensión, sin burlas ni humillaciones. Mostrándole el modo de tolerarlo como un acompañante molesto e inevitable al que podemos domesticar.

Equiparar el valor a la ausencia de miedo es un desatino: se es valiente justo cuando logramos afrontar ese miedo omnipresente sin renunciar a hacer lo que creemos que debemos hacer o lo que simplemente deseamos hacer.

Y combatir el miedo con más imaginación y con humor suele ayudar. Antes de saber que la bruja de nuestra historia era una secreción corporal producto del calor, antes por tanto de encontrar una explicación lógica tranquilizadora a un fenómeno que interpretábamos como un acto de magia negra, la mente infantil puede vencer a la bruja aprendiendo a tomar las riendas del sueño y cortándole las uñas o jugando al truco o trato con ella.

 


"¡Salta conmigo!", por Eduardo Riol Hernández

 

Tomado de pexels.com. Foto de Karolina Grabowska

Se puede saltar de alegría por una buena noticia. Se puede saltar jugando, para divertirse o para competir. Se puede saltar bailando al ritmo de tu grupo favorito. Pero también se puede saltar de miedo cuando te dan un susto, o para apartarte de algo que te da asco. Incluso se puede saltar al vacío, huyendo de un fuego pavoroso que te rodea, o por la desesperación de no ver otra salida a un sufrimiento que te resulta insoportable; tal vez por la pérdida de un ser querido o una ruptura sentimental que no se logra superar, por el rechazo de la gente que te importa, por sentir que no vales nada, que vivir así no merece la pena…

Yo solo te pido que antes de dar ese último salto irreversible me des la mano y te vengas a saltar conmigo un rato en esa cama elástica de la niñez donde puedas volver a reír a carcajadas, ajeno a la crueldad, la injusticia y la miseria que aguardan a la vuelta de la esquina, en el patio del colegio o en la soledad de tu cuarto.

Después, ya que estamos, iremos a saltar en la pista de baile de aquella concurrida discoteca o a las fiestas del barrio, sin temor al ridículo, alentados por esa música tan animada que por unos instantes casi te devuelven las ganas de vivir.  Aquí y ahora te duele menos ser invisible para otros o sufrir sus desprecios y humillaciones. Te das cuenta de que en realidad no les necesitas para estar a gusto. Y te preguntas, sin mucha convicción pero con un atisbo de esperanza, si la vida aún te reserva, también a ti, oportunidades de disfrutar.

Al acabar el día, sin embargo, regresan las dudas y los temores, te convences de que durante las horas anteriores has sido víctima de un espejismo. La angustia de otra noche solitaria te asfixia y quieres escapar. Te asomas a la terraza del salón, calibrando si la altura es suficiente para acabar de una vez con todo. De pronto, los reflejos de unos charcos en la calle te hacen guiños y te despistas por un momento de tu cometido: valorar la mortalidad potencial del salto. El caso es que no te queda claro, será mejor subir a la azotea, y te encaminas descalzo a la escalera. Entonces ves en un rincón de la entradita unas botas de agua de colores vivos, son de tu talla. Qué extraño, no recuerdas tener unas así desde el final de la Primaria.

Un impulso te hace cambiar de planes: en un suspiro te encuentras en la calle, saltando de charco en charco y dando gritos de júbilo que despiertan a los vecinos mayores, perplejos al ver un joven en pijama con aspecto de haberle tocado la lotería. Yo no te he podido acompañar aún, porque te espero en el futuro, soy tú pero algo más viejo, atiendo el Teléfono de la Esperanza como voluntario en mis ratos libres, si tú decides que la azotea puede esperar…

 

La Hipnosis como Terapia - II. El poder de la sugestión 3ª y última parte. Por Eduardo Riol Hernández

 


Fotografía tomada de: pexels-tyler-hendy-52062

En los artículos previos nos hemos acercado al magnético mundo de la hipnosis a través de diferentes prismas. Empezamos apuntando algunos datos relevantes, entreverados con un sencillo experimento que a más de uno dejó con la duda de si era “hipno-resistente” o fácilmente sugestionable (al final del presente artículo tendremos una nueva oportunidad de responder a esta pregunta).

Después relatamos una peculiar anécdota que daba cuenta de las consecuencias de “jugar” con la hipnosis para un grupo de universitarios que acabaron poco menos que como extras de una película de terror.

Proseguimos con el análisis de algunas creencias erróneas y mitos sobre la hipnosis, que nos condujo a una reflexión tangencial sobre la mala praxis de algunos “profesionales” carentes de código ético. Al mismo tiempo aclaramos -no obstante- que una persona, por el mero hecho de sumirse en un trance hipnótico, no queda automáticamente indefensa ante cualquier intento de abuso o manipulación.

Nos detuvimos otro momento a comentar qué cosas NO son hipnosis. Y ahora vamos a dar un último giro para describir lo que SÍ es hipnosis y no lo consideramos como tal,  a fin de poder delimitar mejor su naturaleza.

El conductor que circula varias horas por una carretera y un paisaje monótonos entra a menudo en un estado de ensoñación en el que su mente viaja a otro momento y lugar, y por un instante olvida que está al volante y no ve la carretera que tiene ante sus ojos, lo que puede provocar un accidente si no reacciona a tiempo y se espabila con ayuda de la radio o la conversación de un acompañante.

La jugadora de un partido de competición no advierte que se ha hecho una herida abierta en la rodilla hasta que se para el juego, ve la sangre y le empieza a doler.

Un chico está viendo su serie favorita y mientras ríe y llora con los protagonistas de la ficción no oye que están llamando insistentemente al timbre de la calle…

¿Tiene todo esto algo que ver con la hipnosis?

¿Y qué le sucede a esa congregación de monjas que sienten más cercana la presencia de Dios cuando rezan juntas el rosario susurrando de forma sincronizada oraciones que se repiten sin descanso? O al derviche que gira sobre sí mismo hasta la extenuación…

Recordemos una vez más que la alteración de la conciencia y la mayor susceptibilidad a la sugestión definen en buena medida nuestra estado cuando experimentamos el trance hipnótico. Ante estímulos repetitivos se produce un cierto estrechamiento perceptivo, nos concentramos mucho en algo y dejamos de percibir todo lo demás, o lo hacemos de un modo distinto al habitual, de tal forma que cambia nuestra manera ordinaria de reaccionar, o de no hacerlo, ante un estímulo presente o ausente.

Podemos dejar de escuchar un timbre que suena, de ver la carretera por la que circulamos, de sentir el dolor de una herida…Y, en cambio, también somos capaces de experimentar sensaciones o emociones en ausencia de los estímulos o las situaciones que normalmente los provocan. El miedo ante una amenaza inexistente, el dolor de una lesión imaginaria...El denominador común que subyace a tan variadas situaciones es la capacidad del ser humano de sugestionarse, espontánea o accidentalmente, fruto de los parámetros del momento vivido; o inducido deliberadamente por alguien, incluido uno mismo (autohipnosis).

¿Y si aprovecháramos el enorme poder de la sugestión para fines terapéuticos?¿Es posible revertir la naturaleza y el contenido de las sugestiones que nos provocan sufrimiento?¿Sustituirlas por otras que generen alivio y bienestar?

Tras un recorrido en espiral que nos ha aproximado cada vez más a la esencia de la hipnosis, basada en el fenómeno de la sugestión, llegamos al centro neurálgico de esta serie de artículos, sus aplicaciones en el ámbito de la salud.

La hipnoterapia ha demostrado ser útil para lidiar con trastornos de la salud mental, pero también contribuye a mejorar la salud física en sentido amplio.

Aliviar mediante hipnosis el dolor agudo o crónico, incidiendo sobre la parte subjetiva del dolor, permite complementar las terapias médicas y farmacológicas, limitando estas a lo estrictamente necesario, sorteando en parte sus efectos secundarios o adversos. Se puede inducir analgesia o anestesia dependiendo del caso y la persona; modificar el umbral del dolor, cambiar la modalidad sensorial de la experiencia nociceptiva a sensación de tacto / presión…

Superar adicciones a sustancias, dependencias conductuales o hábitos compulsivos es posible gracias a la hipnoterapia combinada con otros tratamientos de psicoterapia y farmacológicos cuando estén indicados.

Afrontar enfermedades graves, enfermedades degenerativas, con tratamientos cruentos o muy limitantes, es más llevadero con hipnoterapia, en conjunción con las terapias preceptivas en cada caso.

Es importante matizar aquí que, en los casos de enfermedades de origen orgánico, la hipnosis no cura sino que ayuda a sobrellevar mejor la dolencia e indirectamente puede favorecer la recuperación, dado que el cuerpo humano es una máquina que pivota en torno a varios ejes que se integran en uno: el eje psiconeuroendocrinoinmunológico. Por eso se producen fenómenos como que los cambios hormonales afecten a nuestro estado de ánimo,  que el estrés o la depresión correlacionen con una disminución de la respuesta inmune de nuestro organismo, es decir que “nos bajen las defensas”, o que seamos víctimas de trastornos psicosomáticos derivados de alteraciones emocionales que se pueden regular con hipnosis y psicoterapia. Del mismo modo, la ansiedad, las fobias, la depresión y otros trastornos de la salud mental se pueden modular con dichas técnicas.

En fin, las aplicaciones son múltiples. Hemos enumerado algunas de las principales, pero nos han quedado muchas en el tintero, desde la mejora de la concentración para el estudio hasta aliviar el malestar asociado a la menopausia (reducir sofocos con sugestiones de hipotermia), pasando por el control de la impulsividad, el fortalecimiento de la autoestima… Si siguiéramos daría para varias páginas más.

Ahora si lo deseas vamos a hacer un ejercicio para comprobar cómo actúan los mecanismos de la sugestión sobre nosotros.

Observa la imagen que ilustra este artículo  (si puede ser reprodúcela en otra pantalla mientras lees esto aquí, una pantalla de tamaño medio como la de una “tablet” al menos; si ha de ser en un móvil, ponlo en horizontal y evita ampliarla demasiado para poder contemplar la imagen completa). 

"Fíjate en alguno de los puntos negros que aparecen en el telón rosado que se divisa al fondo. Mantén la mirada sin parpadear y verás que los contornos se vuelven borrosos; los arcos que envuelven la estancia se desplazan y cambian de tamaño. Entonces te parece oír un rumor de agua en movimiento, ¡sí, se están formando unas ondas concéntricas que alteran la superficie del aljibe! Como olas minúsculas que rebosan e invaden lentamente el espacio en derredor, transportan la luz sinuosa de las ojivas que reflejan y llegan hasta ti transformadas en una brisa tenue que acaricia tu rostro y te susurra un mensaje en el oído…Todo parece cobrar vida..."

Bien. Lo más probable es que de primeras no hayas logrado meterte en situación, vuelve a intentarlo, relee el texto propuesto y mira fijamente de nuevo la imagen, mientras las palabras resuenan en tu cabeza... Así hasta tres veces.

 Este ejercicio se basa en la recreación de una sugestión de animación de los elementos que componen la imagen, partiendo de un efecto óptico y de la fatiga visual. Incorpora además sugestiones de otras modalidades sensoriales: auditivas y de tacto, más complicadas de evocar. Finalmente se sugiere la recepción de un mensaje, un elemento que implica un pensamiento verbalizado, que conlleva un plus de imaginación y creatividad. Por tanto, se trata de un ejercicio complejo que pone a prueba nuestra “sugestibilidad” en un sentido amplio y a diferentes niveles. Si en alguno de los tres intentos hemos llegado a apreciar mínimamente que la imagen cambiaba, que algo parecía moverse y ya está, nos situamos en un nivel promedio. Si además hemos percibido con cierto detalle las ondas, hemos oído el rumor del agua y/o sentido la brisa, ya estaremos en un nivel por encima de la media. Si por último, hemos escuchado un mensaje concreto en nuestro interior, la facilidad para sugestionarse es elevada. En este caso, sería también interesante conocer el tono emocional del mensaje, si era neutro, positivo o negativo: si nos dejaba indiferentes, nos agradaba o animaba, o nos inquietaba o lastimaba de algún modo. Esto daría cuenta del estado emocional que predomina en nosotros en el momento de hacer el ejercicio.

Si no hemos llegado a percibir ningún efecto o cambio en la imagen ni en nosotros al tratar de seguir las instrucciones del ejercicio, una vez más es probable que nos encontremos en el numeroso grupo de las personas “hipno-resistentes”. De cualquier manera, casi todo el mundo se puede beneficiar de la hipnosis, como de la meditación y un extenso abanico de técnicas que contribuyen a desarrollar los recursos y potencialidades de nuestra mente. Bastará con ejercitarse en la técnica que resulte más idónea para cada persona. Cuando la inducción clásica del trance hipnótico se resiste, suele funcionar mejor la técnica de auto-regulación, una variante de la hipnosis que se basa en la instigación de la sugestión a través de un método menos directo pero igual de eficaz, también con fines terapéuticos.

Si, a pesar de su extensión, os ha resultado interesante esta serie de artículos sobre la hipnosis en terapia que hoy concluye, os animo a participar con comentarios y a compartirlo con vuestros contactos en redes sociales.

Os agradezco mucho que me hayáis acompañado hasta aquí y deseo que sigáis con atención los próximos artículos donde abordaremos otras temáticas de interés en relación con la salud mental y el bienestar de las personas y sus familias.

 

 

 

 

 

 

"La Hipnosis como Terapia (II). El poder de la sugestión-2ª Parte", por Eduardo Riol Hernández

Fotografía de Erik Mclean en pexels.com

Después de contaros la anécdota sobre mi accidentada toma de contacto con la hipnosis en mi época de estudiante universitario, retomamos el hilo del primer artículo de la serie. Habíamos quedado en que, esencialmente, la hipnosis consiste en la inducción de un estado alterado o especial de conciencia, distinto del sueño y de la vigilia, que potencia el influjo de la sugestión en las personas. Y en que en el fenómeno hipnótico se produce lo que podemos describir metafóricamente como un "estrechamiento" perceptivo que -añado ahora- algunos expertos consideran que da lugar a justo lo contrario, una mayor “apertura” de la conciencia...

Pero antes de seguir vale la pena detenernos a descartar algunas creencias erróneas acerca de la hipnosis, lo que nos permitirá entender mejor la naturaleza del fenómeno y superar algunos miedos sobre este tema.

Algunos mitos en torno a la hipnosis:

MITO Nº 1. “Despertar” de la hipnosis es peligroso. Se puede “no volver a despertar”.

Se basa en la creencia de que la hipnosis es similar a una fase de sueño profundo, como una suerte de sonambulismo, en la que se transforma la conciencia del entorno que nos rodea, condicionada o filtrada por la persona que hipnotiza.

Es cierto que en un trance moderado o profundo la persona aparenta estar como dormida y reacciona al entorno en función de los parámetros de la inducción hipnótica, según hayamos utilizado sugestiones de un tipo o de otro, que conlleven mayor o menor contacto o desconexión de la realidad circundante. No obstante, al margen de la guía del hipnotista, subsiste un vínculo residual de la persona con su entorno que la protege en última instancia de peligros y amenazas que se puedan presentar. Si en una sala donde se lleva a cabo una demostración de una sesión de hipnosis, se declara un incendio, los asistentes gritan y huyen despavoridos arrastrando consigo al hipnotizador sin reparar en que -en medio del pánico y la confusión- el sujeto hipnotizado se ha quedado atrás, aún con los ojos cerrados, ignorante en los primeros instantes de lo ocurrido, tened por seguro que los mismos alaridos, el estrépito y el calor y el humo incipientes harán que no tarde en reaccionar sin precisar de una señal del hipnotista para salir del trance.

En todo caso, en circunstancias normales la salida del trance hipnótico puede ser gradual o más o menos brusca, pero en ningún caso es “peligrosa” como tal. Cuando, por alguna razón, la persona que te hipnotiza no te saca del trance, hay quien se queda plácidamente dormido durante un ratito como colofón de una relajación profunda y luego despierta (esta vez de verdad, sin comillas) como quien no quiere la cosa; y hay quien experimenta una transición menos agradable, caracterizada por unos minutos de desorientación, pero nada exagerado ni mucho menos irreversible.

MITO Nº 2. Durante el trance hipnótico se pierde por completo el control de la voluntad, que se transfiere a la persona que te hipnotiza. 

En términos absolutos el control de la voluntad no se perdería en ningún momento, del mismo modo que tampoco llegamos a desconectarnos completamente de la realidad exterior. Así y todo, puede pasar que la persona hipnotizada ceda voluntariamente de buena fe ese control y que, a su vez, la que hipnotiza trate de ejercerlo indebidamente. Esto sería del todo inadmisible, especialmente en el ámbito terapéutico, y -por supuesto- objeto de denuncia, la consecuencia más probable si una persona se hubiera sentido manipulada en una sesión de hipnosis, dado que tampoco es real el mito nº 3, apartado en el que ampliamos esta importante reflexión.

MITO Nº 3. Se olvida por completo lo sucedido durante el episodio hipnótico. 

La amnesia inducida en el trance debe estar justificada, estando previamente de acuerdo la persona a hipnotizar sobre los casos en los que procederá usar este recurso. De lo contrario, la persona recordará perfectamente lo ocurrido. 

En hipnoterapia puede tener sentido inducir la amnesia, por ejemplo, cuando emergen recuerdos demasiado dolorosos para afrontarlos en ese momento a nivel consciente. El resto de las veces lo que se suele pretender es lo contrario, que afloren recuerdos que pueden ayudar a entender mejor nuestros problemas y a lograr afrontarlos.

Y tanto en lo relativo a la pérdida de control de nuestros actos como en la cuestión de la amnesia, hay un límite para todo: si la persona es manipulada para hacer el ridículo como parte de un número en una fiesta, terminará haciéndolo si en su fuero interno no le importa seguir la broma para dar espectáculo. En caso contrario, no funcionará, la persona no colaborará. Con más motivo, en el contexto terapeuta/paciente, si una persona sufriera un intento de manipulación para hacer algo que no desea, como tener relaciones sexuales no consentidas, se activará una alerta en su mente, reaccionará en contra y desde luego recordará lo sucedido. 

Me he atrevido a abordar un tema espinoso y desagradable que no he querido eludir por responsabilidad. Vaya por delante que estos son casos extremadamente infrecuentes, pero a veces se producen y hay que denunciarlos, y la persona que se somete a hipnosis debe saber que en situaciones en que se puede ver comprometida su integridad física y/o emocional -antes, durante y después de la hipnosis-, conserva voluntad y memoria.

Para cerrar este asunto, como nota al margen, conviene matizar que, con hipnosis o sin ella, en terapia o fuera del ámbito terapéutico, siempre habrá gente en posición de poder o dominio sobre otras más vulnerables física, económica, material o emocionalmente, que se aprovecharán, explotarán, acosarán, manipularán y/o abusarán las unas de las otras mientras la sociedad no reconozca, apoye y proteja de un modo contundente a las víctimas. No lo olvidemos.

Podríamos seguir desmontando mitos en torno a la hipnosis, como aclarar que la hipnosis no es magia, ni nada milagroso o sobrenatural: es un fenómeno contrastado científicamente, al margen de que aún no se conozca en detalle su naturaleza. Tampoco conocemos a fondo otras muchas funciones del cerebro o la mente humana y no por ello las catalogamos de paranormales. Así que si os cuentan que alguien “ha levitado” en el curso de un trance hipnótico, tened por seguro que, o bien han presenciado un truco de un consumado ilusionista que se hace pasar por hipnotizador (o que compagina ambos roles), o todos los presentes fueron hipnotizados sin saberlo para experimentar una ficticia experiencia de levitación. ¡Porque el poder de la sugestión es ilimitado!, o casi…

Me vais a odiar, pero este que iba a ser el artículo "requetedefinitivo" me está quedando demasiado largo. Por eso os pido un poco más de paciencia, en espera de la -ya sí que sí- última entrega de esta serie de artículos sobre la hipnosis, donde me adentraré por fin en el asunto de las aplicaciones terapéuticas en tan solo unas pocas semanas. 

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"La Hipnosis como Terapia (II). El poder de la sugestión-1º Parte". Por Eduardo Riol Hernández

Imagen tomada de: https://www.reportare.com/genel/iki-asir-sonra-frankensteinin-bilincdisina-bir-kazi/

 Transcurridas varias semanas desde la publicación del artículo anterior: “ La Hipnosis como Terapia (I): Un experimento”, comparto ahora la prometida continuación.

Sin embargo, he decidido dividir el artículo en dos partes, a fin de contaros una anécdota curiosa relacionada con la hipnosis que me ocurrió en mi época de estudiante, hace más de treinta años:

Me había inscrito en un simposio de la universidad sobre sueño e hipnosis que se celebraba en el salón de actos de la facultad de farmacia. Acudí a varias de las ponencias y talleres de diferentes expertos, encontrando la mayoría de gran interés, pero recuerdo en especial -aunque no por gratos motivos- la charla de dos médicos cubanos especialistas en hipnosis. Para empezar, ambos doctores se ufanaban de haber pasado un buen rato en el avión de camino a España dando buena cuenta de una botella de ron que rodó por donde no debía, lo que tuvo como efecto colateral unas manchas que aparecían en no pocas diapositivas de las que traían para su conferencia. Algo de lo que pudo dar fe el público asistente al visionar aquellas imágenes sucias y borrosas que los ponentes nos mostraron sin complejos. Se oyeron algunas risas cómplices, pero muchos nos miramos incrédulos, aquello era francamente muy poco serio. Pero el verdadero espectáculo estaba por llegar.

Pasada una media hora de exposición de dudoso nivel académico, los susodichos doctores creyeron buena idea hacer una demostración de la inducción de catalepsia braquial (rigidez de los brazos) con algunas personas voluntarias de la primera fila del auditorio, animando al mismo tiempo al público asistente, que se contaba por varios centenares, a que lo replicaran desde sus asientos. Lo que podía parecer una simpática ocurrencia acabó de forma dramática, y pudo ser peor… 

Al principio casi todo el mundo estaba concentrado en seguir obedientemente las instrucciones de los hipnotizadores, empezando por extender los brazos al frente, seguidas de una serie de sugestiones acerca de la progresiva rigidez e inmovilidad de nuestros brazos, aún estirados hacia delante. Los voluntarios confirmaban que no podían flexionar ni bajar los brazos, aunque el resto de participantes experimentaba de manera desigual los efectos de la catalepsia. Yo sentía mis brazos poco más que entumecidos (ya me confesé integrante del club de los “hipno-resistentes” en el artículo anterior), pero varias personas a mi alrededor se manifestaban incapaces de flexionarlos. 

Entonces los hipnólogos, investidos de una seguridad y suficiencia que sugería que todo seguía bajo control, se dirigieron de nuevo a los primeros voluntarios anunciando que, tras un leve toque en las articulaciones de los codos que iban a ir propinándoles uno por uno, podrían por fin relajar gradualmente sus brazos y recuperar la movilidad de los mismos. Iban un tanto acelerados con la intención de continuar dando los toques mágicos a diestro y siniestro hasta el final del patio de butacas, cuando se oyó a una chica del grupo inicial gritar entre llantos -“¡No puedo, no puedo!!”-. Antes de que los doctores consiguieran regresar donde la muchacha seguía gimiendo y agitando impotente sus brazos tiesos, varias personas desde diferentes puntos del salón de actos profirieron sendos alaridos de pánico, sacudiendo los brazos que igualmente se negaban a responder. Decenas de jóvenes empezaron a deambular y otros tantos a correr despavoridos, aún con los brazos en alto. La escena resultaba patética. Los bedeles que acudieron al oír el griterío presenciaban atónitos lo que semejaba una turba de “frankensteins” huyendo en todas direcciones. El grupo de personas que, como yo mismo, había conseguido de primeras relajar y mover sus brazos -algo doloridos, eso sí-, contemplábamos paralizados la estampida. Los “expertos” trataban de calmar a varios de los damnificados más asustados, pero sus aspavientos y sus miradas extraviadas daban pistas de que ellos no lo estaban menos… Por mi parte, tomé conciencia de que estaba siendo testigo de un mayúsculo episodio de histeria de colectiva en vivo y en directo. Al final apareció hasta el personal de seguridad del campus, avisado por el decano de la facultad. Para entonces, afortunadamente, las dimensiones del drama se habían reducido bastante; muchas de las víctimas de tan irresponsable experimento habían logrado, por extenuación, bajar los brazos, contracturados por el esfuerzo, y recuperar al menos una parte de la movilidad… 

Todo lo acontecido lo recuerdo con gran nitidez a pesar del transcurso de varias décadas, por la fuerte impresión que me causó. Aunque tal vez haya retocado algún detalle menor en pro de la coherencia del relato.

Esta impactante experiencia no me traumatizó hasta el punto de desterrar la hipnosis de mi foco de interés profesional. Más bien al contrario, me impulsó a investigar más ávidamente sobre el fenómeno de la sugestión hipnótica, sus posibilidades y limitaciones en el campo de la psicoterapia. Me enseñó a tener mucho respeto y prudencia a la hora de utilizarla, empezando por no emplearla jamás bajo ningún concepto en grandes grupos. Solo individualmente o con grupos reducidos y manejables. 

Sobre lo que es y no es hipnosis, los mitos en torno a ella, y sus potenciales aplicaciones terapéuticas, prometo ya adentrarme en la segunda parte de este artículo, que saldrá publicada próximamente.

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"La Hipnosis como Terapia (I): Un experimento", por Eduardo Riol Hernández

El fenómeno de la hipnosis se ha estudiado con un rigor desigual a lo largo de más de dos siglos. Los primeros intentos de investigar su naturaleza desde un punto de vista científico partieron de profesionales de la Medicina y la Psicología en las postrimerías del siglo XIX. Pero no pretendo extenderme aquí en los detalles de la historia del hipnotismo...

(Estás leyendo y empiezas a notar que te pican un poco los ojos, te cuesta fijar la mirada, parpadeas más de lo normal, no logras concentrarte)

...Más bien me interesa destacar que, tras muchos años de investigación y acumulación de evidencias empíricas -no exentos de polémicas y descréditos derivados de confundir los ensayos controlados de episodios hipnóticos con artificiosas puestas en escena de "trances" en circos y ferias de diversa calaña-, hoy existe un amplio consenso en al menos dos cuestiones claves (quieres seguir leyendo porque intuyes que se acerca lo importante, pero avanzas muy lentamente):

- La hipnosis esencialmente consiste  en la inducción de un estado alterado o especial de conciencia, distinto del sueño y de la vigilia, que potencia el influjo de la sugestión en las personas. 

- La hipnoterapia posee una eficacia comprobada en múltiples ámbitos, y se basa es la aplicación de técnicas hipnóticas a fin de promover el bienestar personal y la salud física y mental / emocional...

(Ahora la vista se te nubla y los párpados te pesan cada vez más)

...Vale la pena detenernos a desarrollar un poco algunos puntos: En el fenómeno hipnótico se produce lo que podemos describir metafóricamente como un "estrechamiento" de la conciencia...

(Imposible seguir, tus párpados van cayendo pesadamente; luchas por volverlos a abrir, pero es agotador )

...Y aquí llegamos al final de este breve experimento. Si en algún momento has llegado a sentir al menos una parte de las sugestiones que te proponía el texto entre paréntesis, probablemente gozas a la vez que sufres -según se mire, porque hay sugestiones positivas y negativas- de una considerable susceptibilidad a la sugestión hipnótica.

Si no ha sido el caso, bienvenido/a al club de las personas "hipno-resistentes", lo que suele correlacionar con una importante dificultad para relajarte. La buena noticia es que todo se entrena y perfecciona con la práctica.

Pero de esto y de más cosas, como por ejemplo: qué es y qué no es hipnosis; qué demonios es el "estrechamiento de la conciencia";  qué aplicaciones tiene la hipnoterapia, y otras cuestiones, trataremos en un próximo artículo: "La Hipnosis como Terapia (II). El poder de la sugestión".

¿Te ha resultado curiosa la experiencia? Todo tiene una interpretación... Publica un comentario si te apetece. 

Igualmente te invito a acceder al siguiente enlace para visualizar una "píldora" de Youtube (amplía la pantalla al abrirlo), que muestra el uso de un metrónomo que facilita el estrechamiento perceptivo característico del trance hipnótico. Dale un "me gusta" si te parece interesante:










  

“No apto para personas con vértigo”, por Eduardo Riol Hernández

     https://www.superprof.es/blog/wp-content/uploads/2020/03/tokyo-dome-city.jpg.webp

Algunos escenarios de la vida se parecen a un parque de atracciones. A muchas familias les apetece pasar el día en uno, donde la diversión está asegurada. Es muy probable que los más jóvenes, si les dejaran, eligieran quedarse indefinidamente celebrando una macro-fiesta. Solo que eso no es posible, ¿verdad? Quienes casi viven allí, y no por gusto, son los trabajadores, que se pasan la jornada laboral viendo disfrutar a los demás. 

Pero en un parque de atracciones también se sufre, a veces como parte de la diversión. Pasar miedo de forma voluntaria nos hace sentir más vivos. Resulta excitante la descarga de adrenalina que produce una situación de riesgo controlado, sin desmerecer el placentero alivio que experimentamos cuando ese peligro relativo tiene un desenlace feliz. Otras veces, en cambio, la emoción se nos va de las manos y entramos en pánico a mitad del recorrido, o acabamos vomitando hasta la primera papilla durante o después del trayecto. Excepcionalmente, incluso se dan casos trágicos de víctimas de algún accidente en el que se pierde hasta la vida, la propia o la de un ser amado.

Son las subidas y bajadas de la montaña rusa que nos impulsa, nos zarandea, nos frena y nos vuelve a sacudir; que nos lanza arriba y abajo en medio de gritos, risas y llantos. Hasta que por fin se detiene. Aunque seguimos un rato tambaleándonos sin rumbo, presas de la resaca y el mareo de un viaje lleno de baches y zigzags para el que no llevábamos suficiente biodramina. Podemos sucumbir a la tentación de retirarnos, abatidos y maltrechos, o bien podemos probar a convertirnos por un momento en superhéroes sin capa, sujetarnos con fuerza a la barandilla de salida, llenar de aire los pulmones y dirigirnos derechos a la noria gigante ignorando el cartel disuasorio: “No apto para personas con vértigo”. Es en el preciso instante en que llegamos al punto más alto, donde la enorme rueda hace una pausa en su giro parsimonioso, cuando somos capaces de apreciar con la perspectiva de la distancia los tremendos vaivenes a que se ven sometidas un sinfín de criaturas diminutas, pertinaces en su efervescente actividad. Entonces y sólo entonces, tomamos plena conciencia de que es precisamente ese afán de superar los diversos avatares lo que confiere a la vida su mayor atractivo y lo que la dota de sentido...

“Coge mi mano y agárrate bien”, le dice una madre a su hija, o un hermano mayor al pequeño. Un buen consejo para seguir adelante, mejor en compañía, y continuar sufriendo y disfrutando de muchos días especiales en el parque de atracciones, sintiendo que vale la pena, a pesar o gracias al vértigo.


Lluvias de barro, por Eduardo Riol Hernández

 




Foto de Ming-Sun. Pexels.com


Una calima persistente enturbia mi ánimo. Ese ambiente cargado y sucio que te estruja la garganta y te oprime el pecho; ese aire viciado que no se deja respirar. Otra vez las mascarillas para salir a la calle (resoplo).

Ha vuelto a caer otra lluvia de barro y el cielo sigue teñido de sangre…

*   *  *

Un grupo de niños a la salida del cole embadurna sus manos en los charcos de fango dispersos por el parque. Luego estampan sus huellas en el muro recién encalado del cementerio antiguo, remedando a los artífices de las primeras pinturas rupestres.

Otros cuantos adolescentes perfilan corazones con sus dedos -los más románticos- o esbozan genitales -los más gamberros- en los parabrisas terrosos de los coches que han dormido a la intemperie.

Las carcajadas de unos y otros viajan por el aire revuelto desafiando las inclemencias de tiempo.

*  *  *

No puedo más. Esta atmósfera asfixiante va a acabar conmigo. El pronóstico del tiempo es desalentador. Los expertos apuntan que estos temporales de viento que arrastran polvo sahariano anuncian peores calamidades. Son precursores de las tormentas de arena que azotan y expanden el desierto, que ya está a punto de saltar de continente y terminará cubriéndolo todo. ¡Vamos a morir enterrados bajo las dunas!

*  *  *

Tras la última lluvia de barro un manto de lodo pulverizado cubre cultivos y bosques cercanos a la ciudad, aportando nutrientes al suelo fértil. Una familia de un barrio de la periferia pasea por una explanada próxima a su vivienda, dando una vuelta con su mascota. Los más pequeños están explorando Marte, recién aterrizada su flamante nave espacial. Al rato se han unido los abuelos, que contemplan el cielo y la tierra ocres rememorando esas postales en tonos sepia que les evocan recuerdos entrañables de su juventud.

El tiempo no invitaba demasiado a salir, pero ahora se alegran de no haber esperado a mañana, que parece que amanecerá despejado.


Foto de Quang-Nguyen-Vinh. Pexels.com



“Deporte de competición en la infancia: preparación para la vida o maltrato (2ª parte)”, por Eduardo Riol Hernández

 

Foto de Yan Krukov. Pexels.com


Si nos centramos ahora en el deporte de base, varias reflexiones que suscitaron el mundo del deporte profesional y de élite en el artículo anterior son extrapolables aquí. Y es que también se producen anomalías en el nivel inicial. Hay casos de niños y jóvenes que se sienten presionados o maltratados en algún momento de su experiencia deportiva.

Lo que a tan corta edad empieza siendo una actividad extraescolar de esparcimiento y poco más, a veces se acaba convirtiendo en una fuente de estrés intolerable, en una actividad de competición a ultranza donde solo vale ganar; aunque conlleve un coste de sufrimiento e infelicidad del/la joven deportista.

Cuando la educación física y la promoción de la salud, que deberían ser nuestro principal móvil para seguir animando a chicos y chicas a hacer deporte, quedan en un segundo plano muy por detrás del prurito de acumular éxitos y victorias, empiezan los problemas. Cuántas familias, monitores, entrenadores conocemos que paulatinamente se van transformando en agresivos “managers” de sus hijos.

Las claves para evitar que esto llegue a suceder se resumen en:

-        Tener siempre presentes las metas, los valores primordiales que subyacen a la práctica saludable del deporte y el ejercicio físico, especialmente en edades tempranas y el deporte de base: contribuir a la socialización a través del juego; fomentar la salud física y mental de las personas en su desarrollo corporal, cognitivo y socioafectivo.

-        Primar valores como el afán de superación, la cooperación y el altruismo, incluso en escenarios de competición, sobre otras consideraciones.

Es importante insistir aquí en que dichos valores han de adaptarse a la edad y características personales del/la joven deportista. En una primera etapa, cuando se inicia la práctica del deporte como actividad universal al alcance de todas las personas, debemos entender que no todo el mundo tiene el mismo talento, potencial o interés por alcanzar la excelencia a través de dichas prácticas.

Desde otra perspectiva que no me parece incompatible, hay padres y educadores que consideran que ejercitarse en un deporte con un elevado grado de exigencia, ayuda a contrarrestar la baja tolerancia a la frustración y la falta de autocontrol de que adolecen muchos niños y jóvenes de nuestro tiempo.

Lo mismo se podría decir de la oportunidad de contrarrestar la sobreprotección a que hemos sometido a muchos de ellos, que dificulta el afrontamiento de situaciones de un estrés moderado.

En este sentido existe también el peligro de consentir que nuestros hijos abandonen cada actividad que emprenden al poco de iniciarla, por capricho o por no sobreponerse al mínimo contratiempo. Pero no es menos cierto que a veces los adultos nos empeñamos en que los niños se mantengan perseverantes solo porque nosotros mismos hubiéramos querido tener esa oportunidad en nuestra infancia, o porque tenemos unas expectativas desmedidas sobre el potencial de nuestros hijos.

Claro que la disciplina y la exigencia en la práctica del deporte y el ejercicio físico son beneficiosos en la formación y el desarrollo de nuestros hijos e hijas, pero siempre que se observen las recomendaciones de graduarlas y adaptarlas proporcionalmente a la edad, condiciones y circunstancias de los pequeños y los/las jóvenes; que se escuchen sus deseos y demandas, a la vez que el consejo de personas expertas, a la hora de decidir sobre su presente y su futuro a este respecto.

Si no calibramos bien el grado de presión que pueden soportar nuestros hijos; si no respetamos los límites tolerables teniendo en cuenta sus intereses y necesidades además de su potencial, estaremos vulnerando su derecho a disfrutar de una infancia y adolescencia felices, y amenazando seriamente su salud física y mental.

"La última noche de las Perseidas (Un cuento sobre pérdidas y reencuentros, ánimas y estrellas fugaces)" , por Eduardo Riol Hernández.

 

IAA-CSIC (Fuente Europa Press, 11-8-2021)

Era verano en Granada y en casa estábamos emocionados planeando -un año más- la tradicional excursión nocturna al Suspiro del Moro, un puerto de montaña ideal para contemplar la lluvia de estrellas. Mis abuelos maternos también se apuntaron, aunque en esta ocasión mi madre tenía dudas de si era buena idea porque estaban delicados de salud. Pero, al final, todos nos subimos al autocar de la asociación local de senderistas.
Alrededor de las nueve de la noche nos detuvimos en un promontorio despejado de vegetación y preparamos todos los bártulos, desde las tiendas de campaña hasta los telescopios que había traído Alba, una guía de la sociedad astronómica.
Nos juntamos allí por lo menos seis familias, más los organizadores. Había gente de todas las edades, pero poca gente joven para mi gusto. De todos modos, estaba mi hermana y unos amigos del barrio que suelen venir a estas excursiones: ¡Algo es algo!
Los mayores “de bastón”, como dice mi padre coloquialmente, estaban representados por mis abuelos Joaquín y Puri, y una señora que yo creo que también rondaba los ochenta. Sin embargo, a ella se la veía más ágil y lúcida que a los nuestros. Los oí charlar un rato sobre “lágrimas de San Lorenzo”, mezcladas con no sé qué de los “okupas” y la factura de la luz. Bueno, mi abuela Puri no hablaba, sonreía en silencio y miraba al cielo… Últimamente casi siempre está así, callada y mirando al infinito. Mi abuelo le coge la mano y se la acaricia, entonces su sonrisa se agranda y él -en cambio- deja escapar una lágrima, no sé si de San Lorenzo o de San Joaquín.
Llegó la hora en que la noche cerrada, aliada con una discreta luna nueva, iba a dar paso a un espectáculo irrepetible, o eso decía la astrónoma mientras nos orientaba para reconocer las constelaciones más populares, algunas a simple vista, otras con el telescopio. Por su parte, mis padres comentaban en el grupo algo sobre la contaminación lumínica de las ciudades, aunque noté a mi madre inquieta, mirando a menudo de reojo a los abuelos.
Los demás chavales y yo estábamos expectantes, pero no tanto como el primer año, cuando éramos más pequeños y nos sorprendió la novedad de todas aquellas estrellas fugaces cayendo del cielo, como los fuegos artificiales que anuncian el inicio de la feria del Corpus. Confieso que yo tampoco perdía de vista a mis abuelos; los notaba raros, con una chispa extraña en sus ojos que parecía un reflejo de aquellas mismas estrellas que aún no se habían asomado al firmamento.
Se habían sentado uno al lado del otro en unas sillas plegables reclinadas en un ángulo cómodo para observar el cielo. Estaban un poco apartados del campamento, y casi a oscuras como estábamos apenas se intuía su presencia. Los pude vigilar un rato gracias a unos prismáticos con infrarrojos que me prestó un amigo de mis padres, que se dedicaba a la fotografía de naturaleza. Así logré también divisar un animal que tenía pinta de ser un zorro merodeando, que se adentró por unos matorrales a cierta distancia, no sin antes dedicarme una mirada enigmática; o eso pensé.
A lo largo de la noche “los meteoros dejaron tras de sí estelas de luz de una belleza fulgurante”, en palabras de mi tía Marisa, la poeta de la familia. Yo aguanté despierto más tiempo que otros años, contemplando hipnotizado aquellos restos de algún cometa ya lejano, pero pasada la medianoche caí en un dulce sopor arropado por una manta de viaje con la que alguien debió de cubrir mi saco de dormir.
Poco antes del amanecer las voces alteradas de varias personas, entre las que destacaba la de mi madre, me despertaron bruscamente: “¿Dónde están?  No pueden haber ido muy lejos”. A pesar de la confusión del momento, deduje que se refería a mis abuelos. Me incorporé dando un brinco que me hizo tambalear del mareo, pero no tardé en espabilarme del todo y colaborar en la búsqueda, una larga, amarga e infructuosa búsqueda…
El misterio de la desaparición de mis abuelos ha protagonizado las noticias durante semanas, ha sido tema de análisis en tertulias matinales y hasta lo han sacado en ese programa nocturno sobre sucesos sobrenaturales y ovnis, pero mi familia siempre se ha negado a participar en todo lo que no fueran programas informativos serios, y siempre a través de un portavoz, el marido de mi tía Marisa, el tío Arturo, que se ofreció voluntario para tan ingrata misión. 
Varios meses después el misterio permanecía sin resolver. Mi familia se encontraba sumida en la desesperación; mi madre, en particular, estaba deprimida y atormentada por aquella pesadilla que no tenía fin. Necesitábamos el descanso de conocer la verdad, aunque fuera a costa de confirmar la temida noticia de que habían fallecido. 
Se acercaba la noche de Difuntos, más popularmente conocida como la noche de Halloween entre los de mi edad. Yo llevaba varias noches viendo a mis abuelos en sueños, pero no sentía miedo ni pena, porque los veía felices: mi abuela Puri me sonreía, ¡y el abuelo Joaquín me guiñaba un ojo! Solo me contrariaba que parecían querer decirme algo y yo no los podía oír; intentaba leerles los labios sin éxito. El sueño se repetía invariable cada noche, y me dejaba una sensación agridulce. No me atrevía a compartirlo con nadie en casa, me preocupaba la reacción de mi madre. Al final me decidí a comentarlo con mi tía Marisa, que además de poeta era un poco bruja. Se tomó muy en serio mi historia, se quedó un buen rato pensativa, y después me dijo con un tono afectuoso: “La próxima vez trata de escuchar mirándolos a los ojos, no a los labios. Hazlo con todo tu ser, no solo con la vista o los oídos. Si aparecen en tus sueños una y otra vez es porque tenéis una conexión que va más allá de los sentidos convencionales. Pronto averiguarás lo que te quieren decir, aunque intuyo que -en el fondo- ya lo sabes.” Las palabras de mi tía tuvieron sobre mí un efecto inexplicable; en un primer momento me sentí reconfortado pero luego, con el eco de su voz en mi cabeza (“…en el fondo ya lo sabes”), experimenté un estremecimiento que aún me da escalofríos recordar.
 Después de aquello me quedé prácticamente mudo aguardando la llegada de la noche, que precisamente era la señalada Noche de Difuntos. No soy nada supersticioso, ni temo daño alguno de los muertos, ¡pero tampoco soy de piedra! El caso es que haciendo tiempo, curioseando entre los libros de mis padres, cayó en mis manos “El bosque animado”, de un tal Wenceslao Fernández Flores, que no pude evitar hojear, maldita ocurrencia. Al rato lo solté para no sugestionarme más, pero ya era tarde. Imaginaba las almas en pena de la Santa Compaña vagando por un pinar próximo al Suspiro del Moro, y secuestrando a mis abuelos en un descuido del grupo… Así las cosas, esa noche no podía pegar ojo, y fue muy entrada la madrugada cuando me venció el cansancio.
Una pálida luna en cuarto menguante velaba mi sueño. A su alrededor, ráfagas de estrellas fugaces iluminaban la noche de forma intermitente. Algunas se precipitaban como serpentinas de colores que sugerían la celebración de un festejo. De pronto, mis abuelos surgieron como flotando sobre una bruma que envolvía los matorrales y arbustos de aquel paraje que me resultaba familiar. Al instante, de unos altavoces invisibles que debían de estar por todos lados brotó una melodía armoniosa que me sonaba de algún concierto al que ellos mismos me habrían llevado de pequeño, seguro que un poco a regañadientes. Se trataba de la “Danza de los Espíritus Benditos”, de Gluck (me lo chivó una aplicación de mi móvil, que sí, que lo llevo siempre conmigo, incluso en sueños). Joaquín y Puri, con un semblante jovial y romántico, bailaban animadamente cogidos de la mano como si hubiesen rejuvenecido varias décadas. En la vida real, lo más cerca que yo los había visto de un baile era al entrar o salir del Palacio de la Música, una discoteca muy popular para vejetes marchosos. Podréis suponer que yo estaba flipando: ¡vaya sueño más alucinante!, como todo sueño que se precie, por otra parte. Entonces, mis abuelos me invitaron con un gesto a unirme a ellos, y no lo dudé, me lancé a abrazarles, pero -de repente- la música empezó a ralentizarse y sin querer me fui frenando hasta quedar paralizado, luchando inútilmente por avanzar hacia donde se encontraban, como en la más clásica de las pesadillas. ¡Ah, nooo!! Esto no tocaba ahora, amigo mío, no lo iba a permitir: era MI sueño. Así que hice un esfuerzo por concentrarme, los miré fijamente a los ojos, y de nuevo la música sonó como al principio. Logré por fin darles alcance casi sin resuello, suspiré de alivio y formamos un pequeño corro con las manos entrelazadas. Su tacto era cálido y firme en contra de lo que podía esperar viniendo de…¿un par de muertos? ¡Parecían más vivos que yo! ¿Me habría muerto yo? 
Por un momento abrí los ojos, espantado por la duda me había despertado. Reconocí mi dormitorio y respiré hondo. Algo más calmado, volví a cerrarlos y regresé al compás de los espíritus dichosos (que no es lo mismo que los dichosos espíritus, digo yo, ¡en qué cosas me entretengo!). Esperad, algo había cambiado. Notaba otra presencia, pero no se veía a nadie más. Me pareció vislumbrar una cola rojiza desapareciendo entre unos matojos.  La música cesó y la pareja dejó de bailar. Aún sonreían cuando mi abuelo empezó a mover los labios sin que yo oyera su voz, como en los sueños anteriores. Me concentré en su mirada, recordando las palabras de mi tía, pero nada. Y entonces me di cuenta de que también mi abuela trataba de decirme algo, sin articular palabra. Fijé la vista en sus ojos y en su sonrisa, e inmediatamente me inundó un calor tibio al sentir su voz dirigiéndose a mí: “Cariño, diles a todos que estamos bien. Vimos caer una hermosa estrella fugaz a unos metros del campamento y nos acercamos hasta allí dando un paseo. Es un trayecto solo de ida, hijo mío.” “Pero, abuela, ¡no me creerán! ¿Y cómo podremos ir a vuestro lado?”, le respondí con el alma en vilo. Sentí entonces la voz de mi abuelo Joaquín que me miraba compasivo: “Diles que no busquen más, tan solo habitamos vuestros sueños y recuerdos…Una noche de Las Perseidas de algún día lejano veréis un zorro llegar que os guiará hasta donde nos encontramos”. ¡El zorro! Me quedé en suspenso por un instante. Luego quise acercarme otra vez y tocarlos y abrazarlos, pero ya se despedían desvaneciéndose en la misma bruma que los trajo hasta mí. 
Entonces desperté definitivamente. Tenía muchas preguntas que se agolpaban en mi cabeza. También, algunas certezas que aún no estaba preparado para asumir. Después de aquello seguimos yendo cada año sin falta al Suspiro del Moro cada noche de las Perseidas, en busca de una estrella fugaz y un zorro…
Entretanto, la vida transcurre con sus penas y sus alegrías. Y yo cada día me levanto agradecido de tener una nueva oportunidad de disfrutar cada momento que vivo, y que sueño, y que recuerdo, como sentido homenaje a quienes seguimos aquí y a quienes añoramos.

(En memoria de Loli Cañas Muñoz y de tantos seres queridos que viven en nosotros).